Compatibilidad

Pese a la tentación de afirmar de forma implacable y sin pensar demasiado que la razón, en tanto mecanismo para llegar a verdades a través de evidencias y de hechos comprobables, es por completo contraria a la fe, que implica básicamente dar por sentadas ciertas apreciaciones muchas veces sin fundamento y sin siquiera intentar buscar pruebas de ellas, más bien basados en posibles beneficios emocionales, la verdad es que tal cosa sería incorrecta. La fe y la razón no son tan opuestas como a algunos ateos les gusta creer; siendo ellos mismos, dada su «irracional convicción» acerca de este asunto, probables demostraciones de tal hecho. No, al menos, al grado en que sí podrían serlo la ciencia y la religión, que ofrecen caminos distintos para la compresión del mundo que suelen conducir a resultados contradictorios.

Aunque, a priori, uno pueda estar de acuerdo con que la razón es el vehículo que utiliza la ciencia para llegar a sus postulados y que la fe es ése con el que la religión hace lo propio, la realidad, una vez más, no es tan sencilla. La historia de la ciencia está plagada de incontables «saltos de fe» que trajeron consigo nuevos y muy importantes descubrimientos; sin contar aquellos que terminaron en nada ni los que se siguen dando en favor de una u otra idea más o menos plausible. No por nada el biólogo Thomas Henry Huxley, arduo defensor de Darwin, comentó alguna vez que: «Aquellos que se niegan a ir más allá de los hechos, rara vez llegan tan lejos». Por muy mínimo que sea, la ciencia, y más específicamente los científicos –al fin y al cabo seres humanos susceptibles de favorecer una idea por sobre otra más por motivos sentimentales que empíricos–, necesitan ciertos principios basados en la fe para avanzar en sus investigaciones, y en este sentido, la fe en sí misma se convierte en un medio tanto para aprehender como para experimentar la realidad. Por ejemplo, si bien las predicciones científicas se basan en la experiencia, la confianza en que la experiencia pasada es un buen predictor del futuro, en que el mundo se comportará próximamente como lo hizo un momento atrás, implícita en los análisis científicos, no está en absoluto fundamentada en la experiencia. Es, más bien, una suposición conveniente.

Por su parte, aunque los dogmas fundamentales de las religiones más importantes del mundo, sobre las que éstas se construyen casi en su totalidad, estén sustentados por ideas que en apariencia solo pueden derivar y mantenerse a partir de la fe, pues según el pensamiento moderno no parece haber «razón» alguna para llegar a ellas y mucho menos mantenerlas más allá, en el mejor de los casos, de experiencias subjetivas y enteramente emocionales, también es cierto que ha habido a lo largo de la historia de la humanidad una muy buena cantidad de grandes pensadores que se han esforzado por demostrar racionalmente tales ideas. Pensadores cuya influencia y trabajos hacen que la apreciación de: «si eres racional, no puedes creer en dios», sea, cuando menos, risible. En efecto, sonaría un poco ridículo decir que Kant, Hume, Berkeley e  incluso Newton –solo por nombrar unos pocos–, epítomes de la racionalidad y el pensamiento científico de todos los tiempos, habrían dejado de lado sus creencias religiosas si hubieran sido «más analíticos».

Asimismo, las religiones más numerosas del mundo han contado con representantes que poseían un nivel de razonamiento que ya quisiera tener la mayoría de los ateos de hoy en día –en especial ésos que en las redes sociales se jactan de ser racionales en detrimento de la fe de los creyentes–. Individuos que construyeron complejos marcos conceptuales utilizando la razón, aun pese a que pudieron haber partido de principios a los que solo pudieron acceder a través de la fe. Agustín de Hipona tal vez sea uno de los más emblemáticos en este aspecto, debido a que, en su extenso trabajo intelectual, razón y fe eran complementarios. Para él una ciencia pagana que estudia lo que es eterno e inmutable, puede emplearse para aclarar e iluminar la fe cristiana. Así, la lógica, la historia y las ciencias naturales serían de gran ayuda en materia de interpretación de símbolos ambiguos o desconocidos en las escrituras. Para Agustín la fe constituía una condición inicial y necesaria para adentrarse en el ministerio del cristianismo, más no una condición final y suficiente, dado que la razón sería necesaria. Anselmo de Canterbury también filosofaría en la misma dirección de Agustín, llegando a reiterar las palabras de este último, de que: credo ut intelligam et intelligo ut credam (creemos para comprender y entendemos para creer).

Los filósofos islámicos Avicena y Averroes también dedicaron un reconocido esfuerzo intelectual para forjar teorías de compatibilidad entre la fe y la razón, sobre la base de sus estudios y, por supuesto, creencias. El primero sostuvo que la filosofía revela que el Islam es la forma más elevada de vida; al tiempo que defendía la creencia de esta religión en la inmortalidad de las almas, a partir del hecho de que, aunque, como enseñó Aristóteles, el intelecto agente es uno en todas las personas, el intelecto potencial único de cada persona, iluminado por el intelecto agente, sobrevive a la muerte. El segundo, por su lado, desarrolló una forma de teología natural en la que era posible probar la existencia de dios, a partir del hecho físico del movimiento.

Fe y razón.[1]

Tomás de Aquino, otro de los grandes racionalistas cristianos en el sentido de que construyó teorías religiosas reflexionando en profundidad sobre «verdades de fe», sostuvo que nuestra fe –o la de los creyentes, mejor dicho–, en la salvación eterna da cuenta de que hay verdades teológicas que van más allá de la razón humana, si bien también manifestó que se puede llegar a verdades sobre las afirmaciones religiosas sin necesidad de la fe, claro que en este caso dichas verdades serían incompletas. A partir de esta doble teoría de la verdad, Aquino hizo una distinción entre la teología revelada (dogmática) y la teología racional (filosófica). También afirmó que el acto de fe consiste esencialmente en conocimiento. La fe es un acto intelectual cuyo objeto es la verdad. Tiene tanto un aspecto subjetivo como uno objetivo. En el primer caso, es el asentimiento de la mente a lo que no se ve, que a su vez, como acto de voluntad, puede ser meritorio para el creyente. La fe, asimismo, puede ser una virtud, dado que es un buen hábito a través del cual se llevan a cabo buenas obras. Por el lado de la objetividad, Aquino estableció «preámbulos de fe» a los que se puede llegar mediante principios filosóficos, y «artículos de fe» basados únicamente en el testimonio divino. Estos artículos de fe serían una suerte de primeras verdades que se hallan entre la ciencia y la opinión; partes de la ciencia porque se refieren a realidades verdaderas, y de la opinión dado que no han sido verificadas a través de la experiencia natural. Los preámbulos de la fe, por su lado, serían algo así como el vehículo con el que se llega a los artículos de fe, caso en el cual las pruebas de la existencia de dios son, en efecto, preámbulos de fe.

La obra de mayor peso de Aquino probablemente sea la Summa Theologiae, conocida entre los no católicos especialmente debido a sus cinco argumentos a favor de la existencia de dios, conocidos como «las cinco vías». Alegatos que, aunque hoy, a la luz de la ciencia y de los razonamientos –a mi percepción– más avanzados que ésta ofrece, son fácilmente refutables, no se puede negar que contienen un notable esfuerzo intelectual y racional en su elaboración. Aceptando por fe ciertas premisas más o menos intuitivas –como el de la causa y efecto, el orden del cosmos y la complejidad de los seres humanos, que bien podríamos mirar como equivalentes a la antes referida de que el universo siempre se comporta de la misma manera, implícita en la ciencia–, es por completo comprensible que los creyentes acepten los razonamientos de Aquino como demostraciones concretas de la existencia de dios. Lo mismo con otros argumentos de pensadores respetables dentro del mundo laico, como Leibniz con su razón suficiente, Kant o Descartes.

Bajo este punto de vista, ni siquiera sería del todo válido alegar que los creyentes no tienen razones para creer en la existencia de dios, o en que éste creó el universo. Ahora, téngase en cuenta que tal cosa no quiere decir en absoluto que el debate sobre la existencia o no de un ser divino esté zanjado en favor de los creyentes o que los argumentos con que se intentan respaldar la idea en cuestión tengan más peso que los que la echan por tierra. En realidad la cantidad de evidencia de la que se dispone hoy en día, y más aún, el método científico, el mejor procedimiento de análisis y razonamiento que tenemos para conocer la realidad, apuntan a que no hay ningún dios; solo que muchos creyentes –tal vez la mayoría– no conocen esto, y en ese sentido, las razones con las que cuentan, por muy exiguas e irracionales que sean a la luz del pensamiento actual, son suficientes para ellos.

Razones para tener fe

Lo que sí puede decirse, en consecuencia, es que la convicción de que hay un ser divino que creó el universo y a los seres humanos persiste por la ignorancia, de parte de los creyentes, de las evidencias y los análisis ofrecidos por la ciencia que apuntan en la dirección contraria –una ignorancia que es aún mayor en el caso de otras convicciones cuya imposibilidad está mucho más demostrada, como la de que este dios espera que los humanos se comporten de cierta manera o de que ha intervenido constantemente en sus vidas a través de hechos sobrenaturales, entre otros–, o, más aún, por la decisión de muchos creyentes de mantenerse en dicha ignorancia, y aferrarse, solo por fe, e indistintamente de la evidencia, a que sí hay un dios, que sí hay que cumplir con las reglas de determinada religión para mantenerlo feliz, etc. Las preguntas que surgen a continuación es ¿Por qué decidir permanecer ignorantes? ¿Les beneficia eso en alguna medida? O, en relación con la compatibilidad entre fe y razón ¿Es racional tal actitud?

Las tres preguntas pueden ser contestadas con dos argumentos. El primero es que, si bien la fe es coartada en el riguroso ámbito científico, dentro del que se intenta concienzudamente hacer prevalecer la razón, en la cotidianidad de la vida de los seres humanos, la historia es por completo diferente. En general, para vivir tranquilos y alcanzar lo que de una u otra manera nos proponemos, uno no puede andar por ahí buscando evidencia de todo cuanto se nos diga o necesitemos saber, con el fin de evitar admitir «verdades de fe» y acoger solo ideas racionales; de esa forma viviríamos examinándolo todo y tendríamos poco o nada de tiempo para ejecutar las labores que una buena calidad de vida demanda, en especial en esta época tan dinámica y cambiante en la que el conocimiento y la tecnología avanza más rápido que nunca y vivir bien suele implicar en buena medida adaptarse a ese ritmo. Dicho de otra manera, es normal que los seres humanos abriguemos, a diario, ideas sin motivos racionales, fundadas solo en confianza ciega, o, en el mejor de los casos, en la intuición. Así, por ejemplo: creemos en que nuestro jefe va a reconocer cualquier esfuerzo extraordinario que hagamos y nos emociona cuando lo hace mucho más de lo que nos emociona cuando lo hace cualquier otro individuo, por creer, en ocasiones, que ello implica una mejora para nuestra vida –ya sea a través de un aumento de ingresos o no–; desconfiamos de cualquier persona que haya hecho algo que nos perjudicara, incluso aunque no la conozcamos y ésta no haya tenido consciencia del perjuicio provocado por la acción en cuestión; creemos en presagios, amuletos, números de la suerte y/o días de suerte; pensamos que nos va a ir bien solo por llevar a cabo una buena acción para alguien que lo necesitaba; nos sentimos los seres más desafortunados del mundo cuando algo negativo nos ocurre de manera imprevista; entre muchas otras cosas más.

Supersticiones.[2]

En esencia, yo diría que los motivos por los que consentimos éstas y otras incontables ideas descabelladas son los mismos que nos llevan a aceptar a ciegas la existencia de un dios creador de la humanidad y muchos de los otros dogmas propuestos por las religiones, ya después intentando construir razonamientos para darle sentido a dichas verdades que en sí mismas carecen de evidencias racionales. La religión, siguiendo esta perspectiva de las cosas, se ha encargado de construir a lo largo de la historia tanto argumento como ha podido para hacer que la idea un ser divino, probablemente menos verosímil en tiempos anteriores, sea tan racional como sea posible; de esa manera fortaleciéndola, sofisticándola y, por su puesto, volviéndola mucho más creíble. De aquí que tantos creyentes se opongan a tan siquiera considerar la posibilidad de que la idea de la existencia de dios es similar a la de que toparnos por casualidad, varias veces y en un lapso de tiempo relativamente corto, con una persona con la que sentimos atracción mutua, es un indicio de que ésta se encuentra destinada para nosotros.

Ahora, ponerse a escudriñar en las razones –biológicas, sentimentales, psicológicas o evolutivas– detrás de esta arraigada tendencia humana a dar por sentado ciertos hechos sin evidencia alguna, sería sumergirnos en un asunto que ya se sale del que estoy tratando de analizar en este apartado. Lo cierto es que dicha propensión parece encontrarse en todo el mundo, y a pesar de la tentación de afirmar que se debe a que nos es útil de algún modo, hay que tener cuidado en aceptar de buenas a primeras tal planteamiento, puesto que, a priori, muchas de esas cosas que creemos aun sin pruebas racionales, no nos producen ningún beneficio tangible o incluso pueden ser nocivas. Después de todo ¿Qué bien puede hacerle a un individuo que sufre de obesidad estar seguro de que reducirá su peso siguiendo las instrucciones de un adelgazante costoso y con buenos comentarios en la televisión?

Claro que, en una buena cantidad de casos, estas verdades de fe sí que producen algún tipo de beneficio, tangible al menos para quienes las tienen; y ello constituiría el segundo argumento que responde a las preguntas antes planteadas. Por ejemplo, tener confianza en que nuestro cónyuge no nos será infiel si tiene la oportunidad de hacerlo, aunque sea una apreciación respecto a la que no tenemos pruebas racionales, es beneficioso debido a que nos ayuda a estar más tranquilos y a no tomar decisiones que podrían resultar en un atentado contra nuestra relación y estabilidad emocional, en especial si al final del día descubrimos que él o ella, en efecto, no nos sería infiel bajo ninguna circunstancia. Bien puede decirse algo similar en cuanto a la creencia en dios y/o a la afiliación a una religión ¿Por qué no hacerlo cuando ello implica nuestra aceptación en una comunidad respecto a la que tenemos algún sentido de pertenencia, ya sea porque nuestros seres queridos también forman parte de ella, o porque sentimos que allí seríamos felices? Bajo esta perspectiva se observa lógico que la mayoría de las personas, aún en este tiempo en el que el secularismo se encuentra en alza, continúen creyendo en algún ser divino, pues lo contrario probablemente depararía en un grado de rompimiento de tradiciones que traería consigo cierto rechazo familiar o social.

No cabe duda de que la idea de un ser divino creador de todo y que vela por el bienestar de las personas, a riesgo de pecar de sucinto, encierra casi en su totalidad la esperanza de los seres humanos de un mundo justo en el que los «buenos», de una u otra manera, terminarán siendo felices. Perspectiva especialmente reconfortante para quienes pasan por situaciones difíciles que aparentan no tener salida o a las que no se les encuentra ningún sentido; de aquí que los países más pobres del mundo sean los que albergan un mayor porcentaje de seguidores de alguna religión específica. Luego ¿Por qué impugnar la fe de alguien si eso le sirve para enfrentar y superar de algún modo sus problemas, al tiempo que esa misma persona ayuda a otros a enfrentar los suyos? Circunstancia parecida sería la de un niño que cree que será algún día como su estrella deportiva favorita ¿Por qué rebatir su apreciación irracional si eso lo motiva a dar el máximo de sí mismo cada día? En estos ejemplos uno puede decir que tener fe es racional debido a que la utilidad de tenerla superar a la de no tenerla; y aunque pudiera existir una alternativa en dichos casos, que si bien más complicada de encontrar, tal vez ofrecería un mayor provecho al tiempo que permite seguir un camino aceptablemente racional, no es conveniente, por desgastante, postergar decisiones hasta hallar las suficientes pruebas. 

A estas alturas espero que haya quedado bien expuesto el hecho de que plantear la incompatibilidad entre la fe –más específicamente: la fe en dios y en los dogmas de alguna religión– y la razón, por muy «lógico» que suene para tantos ateos, es algo complicado de sostener. Antes de llegar a esa conclusión uno debería tener en consideración el contexto en el que se habla. Como ya vimos, desde una perspectiva general, que los seres humanos tengan fe parece ser algo natural y, por tanto, comprensible; la fe bien puede mirarse racional cuando implica un beneficio mayor al que se tendría con su ausencia; y por último: una cantidad nada despreciable de los individuos más racionales de la historia, ha creído en la existencia de un ser divino. En mi opinión, razón y fe son normalmente compatibles, ya sea porque tener fe es una decisión racional; porque la fe nos impulsa a utilizar de una forma maravillosa e inimaginable nuestra habilidad para razonar; porque podemos ser en extremo racionales sin dejar de tener fe; o porque somos capaces de encontrar razones suficientes para validarnos a nosotros mismos consideraciones preconcebidas por fe.

Diferencias irreparables

Lo anterior, por supuesto, no quiere decir que no existan insuperables disensiones entre ambos conceptos, que hacen imposible afirmar jamás cosas como que en determinada religión razón y fe son inseparables; que en ella ambos conceptos descansan en perfecta armonía; o que sin fe no puede existir la razón. Sobre tal línea de pensamiento se expresa el autor del artículo: ¿POR QUÉ CREER EN DIOS? – En clase con un ateo[3], al manifestar, palabras más, palabras menos, que no creer en dios significa renunciar a la razón. Puedo decir que aquí se encuentra el motivo de este apartado: rebatir la vulgar apropiación de la razón que algunos creyentes pretenden hacer a partir de su credo.

El primer gran conflicto tiene lugar cuando se rechazan hechos que han sido demostrados a partir de la razón, en favor de «verdades» sustentadas en nada más que la fe ciega, práctica harto común entre fanáticos religiosos, teólogos y creyentes en general; como queda demostrado en las cruzadas contra el darwinismo que grupos religiosos llevan a cabo, por ejemplo, en los Estados Unidos. Llega a parecer insólito que exista tanta gente en el mundo que, a partir de su fe, se niegue a ver realidades por completo asequibles mediante la ciencia y, en consecuencia, la razón, que es su piedra angular. Es aquí donde la fe se vuelve desagradablemente irracional. La verdad es que, aunque la fe preceda a la razón en muchas ocasiones, y esta última no suela ir en contra de la primera, las verdades a las que se accede mediante la razón tienen preponderancia sobre esas a las que se llega mediante la fe. Siendo racionales, ni siquiera es posible decir que la fe sea un vehículo para descubrir realidades, puesto que la «realidad» debe ser todo aquello cuyos efectos cualquier persona pueda percibir de la misma manera con sus sentidos ¿Qué otra cosa si no? Es solo a través de la razón que podemos usar nuestros sentidos en la dirección correcta para corroborar o no una realidad, si bien la fe nos haya dado el primer empujón y sea conveniente usarla en no pocas circunstancias. Lo normal sería que, si una suposición de fe queda por completo derrumbada gracias a la razón, uno se deshaga de dicha suposición en favor de los hechos evidenciables. Esto es lo que muy pocas veces hacen las religiones; el motivo por el cual muchos creyentes pueden llegar a verse como verdaderos necios; y el porqué del conflicto irremediable entre la religión y la ciencia.

Fe vs razón.[4]

A partir de la definición antes dada sería válido decir que la fe choca con la razón cuando olvida su rol, y pretende, de la mano de quienes la pregonan, sustituir a esta última. Situación que se da con harta intensidad y frecuencia en las religiones, a partir de su tendencia a adoptar posturas antagónicas a la razón cuando ésta manifiesta, por lo general dentro del marco de la ciencia, realidades contrarias a las que, por fe, se supusieron.  Ahora, que la razón, y no la fe, es el método adecuado para descubrir la verdad es algo que se observa ya en los éxitos que ha ido cosechando la ciencia a lo largo de la historia al mostrarnos cómo funciona la naturaleza y el universo, y en el hecho de que un buen número de esas supuestas verdades que se admiten por fe de manera inflexible, lejos de llevarnos a alguna parte, lo que hacen es plantear contradicciones y complicaciones respecto a la realidad tangible. También en el hecho mismo de que los creyentes, casi por inercia, recurran a la razón cuando desean demostrar alguno de los dogmas en los que se basa su fe. Claro que, pese a esto, y a tantos siglos de esfuerzo en construir un sólido respaldo para las «verdades» religiosas de parte de quienes las promueven, éstas no son más claras hoy que antes. Todavía no hay respuesta racional a preguntas del tipo: ¿Cuántos dioses hay? ¿Por qué un ser divino debe ser de una manera y no de otra? ¿Hay vida después de la muerte? y un largo etcétera, que se hallan en el centro de casi cualquier religión.

Entre razón y fe no existe incompatibilidad necesaria, ni lógica ni a priori, ni siquiera sobre la base de sus definiciones más aceptadas, como algunos se sienten tentados a exponer. Es frecuente que la razón sea promovida por la fe y que haya razones y evidencias, o beneficios, detrás de ciertas verdades admitidas por fe. Uno incluso podría imaginar un universo en el que, siendo religión y ciencia compatibles, las afirmaciones religiosas sobre el universo y la naturaleza estuvieran de acuerdo con la razón; en el que a través de ésta uno pudiera llegar sin lugar a dudas a corroborar la existencia de uno o varios dioses, u otros fenómenos sobrenaturales. Por desgracia, ése no es nuestro universo. Aquí la fe y la razón, siguiendo caminos distintos, llegan a conclusiones distintas, perfectamente evidentes para cualquier persona que, de forma imparcial, les eche un vistazo.

El conocimiento está tan avanzado en la actualidad que la existencia de un ser divino, y otras supuestos como: la muerte y resurrección de Jesús, la creación del universo en 6 días, la reencarnación de las almas de acuerdo con su carga kármica, y un largo etcétera, ya no son afirmaciones racionales. Puede ser razonable creerlas a partir de los beneficios que pueden producir en otros aspectos, puede utilizarse la razón en un esfuerzo por darles credibilidad, pero los alegatos, en sí mismos, no son racionales. Siendo rigurosos, son por completo insostenibles a la luz del razonamiento científico, dado que no están bien definidos, no implican ninguna clase de medición concreta ni de datos ajustables, y agregan capas de complejidad inútiles sin el correspondiente aumento de la comprensión. En resumen: a partir de la comprensión del mundo que se tiene hoy en día, no hay manera de llegar a este tipo de verdades a través de la razón. Dios está bastante lejos de ser la mejor explicación para el origen del universo. Él, como el resto de las afirmaciones sobrenaturales que tienen lugar dentro de las religiones, simplemente se asume, luego se intentan encontrar razones para validarlo. Y es aquí donde las religiones no son racionales, donde razón y fe dejan de estar en armonía y toman caminos separados; donde la razón, de hecho, se vuelve odiosa para los creyentes y bandera para los ateos.

Bibliografía

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Jeffrey Schloss; Washington Post. ‘Faith vs. Fact:’ why religion and science are mutually incompatible (Agosto, 2015). https://www.washingtonpost.com/opinions/science-and-theology/2015/08/03/77136504-19ca-11e5-bd7f-4611a60dd8e5_story.html

Jerry Coyne; The Conversation. Yes, there is a war between science and religion (diciembre, 2018). https://theconversation.com/yes-there-is-a-war-between-science-and-religion-108002

Manuel Cortés, Juan Pablo del Río y Pilar Vigil; National Center for Biotechnology Information (NCBI). The harmonious relationship between faith and science from the perspective of some great saints: A brief comment (febrero,2015). https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4313436/

Michael Le Page; New Scientist. Evolution myths: Evolution is random (abril, 2008). https://www.newscientist.com/article/dn13698-evolution-myths-evolution-is-random/

Philip Ball; Nature. Is rationality the enemy of religion? (abril, 2012). https://www.nature.com/articles/nature.2012.10539

Sean Carroll; Discover Magazine. Science and Religion are Not Compatible (junio, 2019). https://www.discovermagazine.com/mind/science-and-religion-are-not-compatible

Tania Lombrozo; Nation Public Radio. Can Faith Ever Be Rational? (septiembre, 2013). https://www.npr.org/sections/13.7/2013/09/16/222907684/can-faith-ever-be-rational


[1] Diana Eck; The Harvard Crimson. Five Reasons for Reason and Faith (octubre, 2016). https://www.thecrimson.com/article/2006/10/13/five-reasons-for-reason-and-faith/

[2] Stephen Mays; US News. 13 Superstitions From Around the World (enero, 2017). https://www.usnews.com/news/best-countries/articles/2017-01-13/13-superstitions-from-around-the-world

[3] Aldo Llanos Marín. ¿POR QUÉ CREER EN DIOS? – En clase con un ateo*0 (octubre, 2008). https://web.archive.org/web/20141227162407/http://www.tomasalvira.com/?p=72

[4] Neil Carter; Patheos. Faith and Reason Are Not Really Friends (febrero, 2019). https://www.patheos.com/blogs/godlessindixie/2019/02/26/faith-and-reason-are-not-really-friends/