Evolución

Uno de los «argumentos» preferidos de los creyentes que intentan «explicar científicamente» la existencia de dios, junto con el de la «armonía y perfección del universo», es el de la complejidad de la vida, que, como en palabras expuestas en el artículo al que nos hemos estado refiriendo en esta serie de análisis[1], reza más o menos de la siguiente manera: «Detrás de una obra de tal complejidad y de tales proporciones [como la del ser humano], ha de haber un creador, cuyo poder y sabiduría trasciendan cualquier medida». En esencia, lo que se dice es muy cierto: los humanos somos seres de una complejidad inimaginable, misma que hace imposible, o ridículamente improbable, que hayamos surgido «por azar». El problema –y la razón por la que, para los creyentes más versados en el conocimiento científico, el referido argumento ya no es significativo ni «de peso» en comparación, por ejemplo, con el de la armonía del universo–, es que ya se demostró hace bastante rato que, si bien no somos productos del azar, claramente no fuimos creados por una «mente divina», al menos no tal y como somos ahora mismo.

La teoría de la evolución, inicialmente propuesta por Charles Darwin a través de su libro: «sobre el origen de las especies», publicado en 1859, y más tarde ratificada por las pruebas provenientes de una amplia variedad de disciplinas científicas –como la genética, que muestra que las diferentes especies tienen similitudes en su ADN; la paleontología y la geología, que a través del registro fósil dan cuenta de cómo las especies que poblaron la tierra en el pasado son distintas a las de la actualidad; y la biología del desarrollo, que enseña que las especies que parecen muy diferentes entre sí cuando adultos pasan por etapas similares de desarrollo embriológico, cosa que sugiere un pasado evolutivo compartido–, es, por lejos, la respuesta más razonable a la cuestión del origen de los seres humanos; que vino a sepultar por completo la idea de que fuimos creados por dios –mucho menos por el dios de alguna religión específica–. Claro que esto último todavía no aplica para esa enorme cantidad de personas que desconocen la evolución y sus evidencias.

Evolución[2].

La selección natural –término elegido por Darwin para contrastarlo con la selección artificial, en la que los criadores de animales eligen los rasgos particulares que consideran deseables– sería el mecanismo fundamental de la evolución. Así, dentro de una población en la que existen variaciones de rasgos entre sus miembros, los individuos con rasgos que les permitan adaptarse mejor a su entorno vivirán más tiempo y tendrán mayor descendencia; la que a su vez heredará dichos rasgos. Aquellos con rasgos menos adaptativos, por su parte, sobrevivirán con menor frecuencia para transmitirlos. Con el pasar del tiempo, los rasgos que permiten a las especies sobrevivir y reproducirse se volverán más frecuentes en la población y ésta terminará cambiando o evolucionará. Véase que, cuando produjo esta teoría, Darwin no conocía la genética, que explica el mecanismo por el cual los genes codifican ciertos rasgos y éstos se transmiten de una generación a la siguiente; tampoco sabía de la mutación genética, que es la fuente de la variación natural. Cuando esta ciencia se desarrollara, en el futuro, proporcionaría la evidencia final de la evolución por selección natural.

Darwin observó el patrón de evolución de las especies, pero realmente no sabía nada acerca del mecanismo de la selección natural, que queda desentrañado con la genética. Los cambios físicos y de comportamiento que hacen posible la selección natural tienen lugar a nivel de ADN y de los genes dentro de los gametos: los espermatozoides o los óvulos a través de los cuales los padres transmiten material genético a su descendencia. Tales cambios se denominan mutaciones, y son básicamente el fundamento de la evolución.

Tales mutaciones, a su vez, pueden ser causadas por errores aleatorios en la replicación o reparación del ADN, por daño químico o por radiación. Éstas suelen ser dañinas o neutrales, no obstante, a veces pueden resultar beneficiosas para el organismo, lo que las hará más frecuentes en las próximas generaciones y que se extiendan por toda la población. Es aquí donde actúa la selección natural, al conservar y sumar las mutaciones beneficiosas al tiempo que rechaza las dañinas.

Claro que la selección natural no es el único mecanismo por el que los organismos evolucionan; los genes también se pueden transferir de una población a otra cuando los organismos migran o inmigran, proceso conocido como flujo de genes. Asimismo, la frecuencia de ciertos genes puede cambiar al azar, cosa que se denomina deriva genética. Por otro lado, las experiencias de los individuos también pueden afectar el ADN que transmiten, tal como lo corrobora un estudio sueco publicado en 2002 en el European Journal of Human Genetics, en el que se encontró que los nietos de hombres que padecieron hambrunas cuando eran niños transmitieron una mejor salud cardiovascular a sus propios descendientes. Dichas experiencias no cambian la secuencia del ADN en los gametos, sino que sirven para «activar» o «desactivar» genes; modificaciones externas denominadas epigenéticas.

Hubo un tiempo en el que, si bien los científicos eran capaces de predecir, a partir de la teoría de la evolución, cómo debían ser los ancestros de ciertas especies, carecían de evidencia fósil para respaldar sus afirmaciones, lo que constituía para los creacionistas la prueba fundamental de que la evolución y la selección natural no eran más que falacias. Situación que pronto empezaría a cambiar a medida que surgiera evidencia desde la paleontología, la biología del desarrollo y la genética. Tal es el caso, por ejemplo, de las ballenas, que tendrían por ancestro al Ambulocetus Natans, que significa «ballena que camina nadando», y cuyos restos fósiles habrían sido descubiertos en 1994 por paleontólogos. Este animal tenía dedos y pezuñas pequeñas en sus extremidades anteriores, además de patas traseras enormes en relación con su tamaño. También estaba claramente adaptado para nadar, aunque era capaz de moverse con torpeza en tierra, tal como una foca.

A lo largo de los últimos años se han descubierto cada vez más de estas especies de transición, o «eslabones perdidos», lo que por supuesto significa un mayor respaldo para el darwinismo. En 2007, por ejemplo, un geólogo encontró un fósil de un mamífero acuático extinto, llamado Indohyus, que era más o menos del tamaño de un gato y tenía pezuñas y cola larga. Los científicos creen que este animal pertenecía a un grupo relacionado con los cetáceos, como el Ambulocetus Natans, y que es un eslabón perdido entre los artiodáctilos –mamíferos ungulados de dedos pares entre los que están incluidos los hipopótamos, los cerdos y las vacas– y las ballenas. Los evolucionistas sabían que las ballenas estaban relacionadas con los artiodáctilos, solo que, hasta el descubrimiento del Indohyus, no conocían artiodáctilos que compartieran características físicas con las ballenas.

Indohyus.[3]

Evidencia genética también sustenta la idea de que las ballenas evolucionaron de mamíferos terrestres, al tiempo que proporciona información respecto a la ramificación exacta del árbol evolutivo. En 1999 investigadores informaron en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences que, según el análisis genético de las secuencias de «genes saltarines», que se copian y pegan en los genomas, los hipopótamos eran los parientes vivos más cercanos de las ballenas. En el 2019, se informó en la revista Science Advances sobre los genes dentro del genoma de la ballena que se inactivaron durante el proceso de evolución de la criatura, dentro de los que estaba incluido uno involucrado en la producción de saliva, lo que indicaría que las ballenas descienden de una criatura que salivaba.

De la simple a lo complejo

La biología del desarrollo, por su parte, ilustra el hecho de que los animales que son muy diferentes en la edad adulta comparten similitudes como embriones, debido a que están relacionados evolutivamente. Así, se sabe que los cetáceos evolucionaron de un antepasado de cuatro patas, debido a que como embriones, comienzan a desarrollar extremidades posteriores que desaparecen más tarde en el desarrollo, en tanto que las extremidades anteriores se quedan y se convierten en aletas.

La teoría de la evolución nos brinda incluso una visión de cómo pudo haber sido nuestro planeta hace unos cuantos miles de millones de años, cuando era un lugar turbulento, todavía en proceso de formación; en el que la tierra consistía en flujos de lava fundida creados y destruidos por volcanes masivos; y el aire estaba repleto de gases tóxicos como metano y amoníaco, que brotaban de las erupciones. El vapor de agua se acumularía y daría paso a los primeros eventos climáticos. Lluvia ácida hirviendo caería sobre la tierra estéril durante millones de años, formando con lentitud océanos y mares burbujeantes. Un paisaje hostil en el que, sin embargo, comenzaría la vida de la mano de criaturas llamadas cianobacterias o algas verdiazules, que serían las pioneras de la fotosíntesis, transformando la atmósfera tóxica al producir oxígeno y allanando el camino para las plantas y los animales de hoy. Con todo, su logro más extraordinario sería unir fuerzas para dar paso a la vida multicelular; cosa que constituye uno de los grandes pasos de la evolución: el paso de una célula centrada en su propia supervivencia a un organismo donde las células se coordinan y trabajan juntas.

En este nuevo organismo multicelular, en el que las células no se unieron al azar sino a partir de semejanzas genéticas, ya existía una división del trabajo. De modo que, cuando los grupos alcanzaron un cierto tamaño, algunas células sufrieron una muerte celular programada, lo que permitió que los grupos de hijas que se separaban encontraran un lugar donde permanecer. Debido a que las células individuales que se comportan como organismos autónomos valoran su propia supervivencia, el referido sacrificio intencional sugiere que las células, en este nuevo organismo multicelular, le otorgan mayor importancia a la vida del conjunto.

Las criaturas multicelulares, dada la facilidad con la que pueden surgir en los tubos de ensayo, probablemente aparecieron, cuando menos, e independientemente de las bacterias, las plantas y los animales, una decena de veces en la historia de la vida; dando inicio de esa forma al árbol evolutivo que hoy se conoce. Claro que la historia de la evolución está plagada de saltos bastante complicados que incluso pueden parecer imposible, no obstante, estudio tras estudio se sigue demostrando que hasta las estructuras más complejas surgen a través del tortuoso camino de la evolución, que avanza a trompicones y sin objetivo específico, lo que queda bien descrito en el modo en que Richard Dawkins se refiere a la selección natural, llamándola: «el relojero ciego».

Los ojos, uno de los órganos más complejos del cuerpo humano, que requieren de una serie de piezas que trabajan juntas para funcionar, constituyen un claro ejemplo de que las estructuras complicadas, lejos de ser alguna prueba de diseño inteligente, se encuentran al alcance de la evolución. Nuestra habilidad para ver habría comenzado a evolucionar bastante antes de que existieran animales que irradian luz. Los pigmentos visuales, como la retina, se encuentran en todos los linajes animales y los procariotas lo habrían utilizado por primera vez para reaccionar a los cambios de luz hace más de 2.500 millones de años. Los primeros ojos complejos aparecerían hace unos 540 millones de años, en la época de rápida diversificación conocida como la Explosión Cámbrica. Medusas, esponjas y bacterias clonales fueron las primeras en agrupar células fotorreceptoras y crear «manchas oculares» sensibles a la luz; que aunque podían detectar la intensidad de ésta, no eran capaces de definir objetos. Estas manchas oculares son una ventaja evolutiva tal que se manifestaron de manera independiente en al menos 40 linajes distintos.

De acuerdo con Ivan Schwab, profesor de oftalmología de la universidad de California, el paso de la mancha ocular al ojo es bastante pequeño. Cuando la primera aparece, la capacidad de reconocer las características espaciales, que es la definición de nuestro ojo, sigue uno de dos caminos: invaginación (un hoyo) o evaginación (un bulto); cualquiera de los cuales puede enfocar a partir de un material transparente que forme una lente (distintas especies usan una enorme variedad de moléculas para sus lentes). Luego, para que la visión se vuelva más nítida, se agregan más células o pigmentos. Cada alteración va constituyendo de esta forma una ligera variación respecto a la anterior, que con el tiempo lleva hacia una asombrosa complejidad.  

En el registro fósil los ojos emergen con rapidez de los predecesores sin ojos; en menos de 5 millones de años. Los biólogos Dan-Eric Nilsson y Susanne Pelger, por otro lado, hicieron una conjetura pesimista sobre el tiempo que se necesitaría para que una mancha ocular se convierta en un ojo como el nuestro. Su estimación fe de 400.000 años, solo un instante desde la perspectiva de la geología. 

Se observa cómo nuestras células dan cuenta de que la complejidad surge de hacer que una cosa simple se combine con otra. Las mitocondrias, por ejemplo, centrales eléctricas de nuestras células, son orgánulos complejos que se formaron de un modo muy simple. Hace 3.000 millones de años, algunas bacterias habrían descubierto la manera de crear energía utilizando electrones del oxígeno, es decir, volviéndose aeróbicas. Nuestros ancestros en forma de células, al notar que se trataba de un truco bastante ingenioso, se comieron a estas bacterias mucho más pequeñas y productoras de energía. Claro que en vez de digerirlas, les permitieron vivir dentro de ellas como un endosimbionte (organismo que vive dentro de otro); de este modo, la célula proporciona el combustible para las reacciones químicas ejecutadas por las bacterias, y éstas, por su lado, generan ATP –o trifosfato de adenosina, molécula portadora de energía utilizada en las células por su capacidad de liberar energía muy rápidamente– en beneficio de ambos. Hoy en día es posible encontrar evidencia de estos hechos tempranos, y es que las mitocondrias, a diferencia de otros orgánulos, poseen su propio ADN, se reproducen independientemente de la reproducción de la célula y se hallan envueltas en una membrana doble; una de las cuales sería la membrana original de la bacteria, en tanto que la otra sería la cápsula de membrana utilizada en su momento por la célula para engullir a la anterior. Con el paso del tiempo, las mitocondrias perderían otras partes de su biología que resultaron innecesarias, como la capacidad de moverse, mezclándose a partir de entonces con su nuevo hogar tal y como si jamás hubiesen existido por sí solas. En la actualidad se tiene una célula bastante compleja, con compartimentos intracelulares especializados y dedicados a funciones específicas; es lo que se llama: eucariota.

Evolución de la célula eucariota.[4]

Vemos en este punto que la complejidad de la vida no es, en absoluto, prueba de la existencia de un creador divino, sino el producto de miles de millones de años de leves variaciones acumuladas, iniciadas sobre un organismo bastante simple. Con todo, véase que la complejidad no es una característica intrínseca a la evolución, ésta también puede surgir como producto de un error en nuestra maquinaria molecular, y se mantiene solo cuando es beneficiosa para la supervivencia y la reproducción. Así, desde el punto de vista evolutivo, ser complejo, o más elaborado, no es necesariamente lo mejor. A decir verdad, la simplicidad tiene sus ventajas, pues cuanto más simple sea un organismo, más rápido puede reproducirse y, en consecuencia, más descendencia podrá tener. En parte por esto es que las bacterias, que viven vidas sencillas, producen miles de millones de descendientes y representan linajes que han sobrevivido miles de millones de años.

El origen de los seres humanos

Si bien el origen de los seres humanos, con todo lo que nos caracteriza –en especial nuestra habilidad para razonar–, es por completo incierto, queda claro a partir de la evolución que no fuimos creados tal y como somos ahora por ningún ser superior y omnipotente. Lo más probable es que nuestro origen se encuentre en África, hace unos 200.000 años, y derivemos del Homo Erectus, una especie humana extinta que habría vivido entre 1,9 millones y 135.000 años en el pasado. Históricamente se han propuesto dos modelos para explicar la evolución del Homo Sapiens: el modelo «fuera de África», que propone que evolucionamos en África antes de migrar por todo el mundo, y el modelo «multiregional», que plantea que la evolución del Homo Sapiens sucedió en varios lugares durante un largo período de tiempo. Aunque todavía es un área de investigación activa, la evidencia genómica actual respalda una única migración fuera de África en lugar del planteamiento multiregional.  

Nuestros genomas son una combinación del ADN de nuestros padres. El ADN mitocondrial, sin embargo, proviene únicamente de nuestra madre, debido a que el óvulo femenino contiene una enorme cantidad de ADN mitocondrial, en tanto que el esperma posee solo una pequeña parte. Este último es utilizado por los espermatozoides para impulsar sus carreras hacia el óvulo antes de la fertilización, y termina de perderse cuando alguno se funciona con un óvulo. Por esto es que el ADN mitocondrial es matrilineal, casi exactamente igual al de nuestra madre y al de nuestra abuela. De aquí la afirmación de que el origen del ADN moderno en las mitocondrias, se remonta a una mujer africana que vivió entre 50.000 y 500.000 años atrás, conocida como: Eva mitocondrial. Ella no habría sido ni la primera ni la única mujer en la tierra en ese entonces, solo el punto a partir del cual probablemente surgieron todas las generaciones modernas de seres humanos.

Se cree que  durante el tiempo en que Eva estuvo viva, se habría producido una catástrofe repentina que llevó a los humanos de aquel entonces al borde de la extinción. Eva habría sido una de las pocas mujeres sobrevivientes, lo que explicaría por qué su ADN matrilineal terminó pasando a lo largo de innumerables generaciones. Así como este ADN de línea materna, el ADN del cromosoma Y que sólo se transmite de padres a hijos, junto con el árbol evolutivo que relaciona a todos los individuos masculinos actuales, también apoya la  teoría de que los humanos modernos nacieron en África y después se expandieron por el mundo. El hecho de que a medida que se alejan de África las poblaciones son menos variadas en su composición genética también apunta en esta dirección. Es posible que ello se deba a que las poblaciones humanas se hicieron más pequeñas en tanto se extendían desde sus asentamientos originales.

La evidencia actual da cuenta de que la primera oleada de seres humanos que salió de África no tuvo mucho éxito en sus viajes. Parece que estuvieron incluso al borde de la extinción, disminuyendo su número a tan solo 10.000 individuos. Tal vez la erupción del supervolcán de Toba, en Sumatra, hace 70.000 años, generó un escenario adverso para la supervivencia de los seres humanos, que éstos pudieron superar sólo cooperando entre sí. De aquí en adelante comenzarían a formarse grupos familiares cercanos o tribus y surgirían algunos de esos comportamientos modernos que son tan comunes para nosotros. Una segunda ola de humanos «modernos» en términos de apariencia y comportamiento habría emigrado de África entre 80.000 y 50.000 años atrás. Y dado que ahora conocían la cooperación, habrían tenido más éxito en sobrevivir y cubrir todo el mundo en un lapso de tiempo relativamente corto. Mientras se expandían, se encontrarían con humanos primitivos, a los que de un momento a otro reemplazarían. A nivel de genética, los seis mil millones de personas en la actualidad varían muy poco de estos primeros Homo Sapiens.

El Homo neanderthalensis, especie extinta de humanos que se distribuyó ampliamente en la Europa de la edad de hielo y Asia occidental, entre 250.000 y 28.000 años atrás, y caracterizado por tener una frente hundida y unas cejas prominentes, habría desaparecido –no figuran en el registro fósil desde hace 28.000 años– debido a la competencia con los seres humanos modernos, que se expandieron fuera de África, cuando menos, hace 125.000 años. En el tiempo de coexistencia que tuvieron los neandertales y los modernos, de acuerdo con una secuenciación del ADN neandertal realizada por científicos alemanes y norteamericanos, ambos grupos se habrían mezclado. Lo mismo entre los homo sapiens modernos y otro grupo humano arcaico conocido como: hombres de Denísova; descubiertos a partir de un dedo fósil encontrado en una cueva siberiana del mismo nombre.

Eva Mitocondrial.[5]

Tal mestizaje habría ocurrido mientras los primeros homo sapiens viajaban a lo largo de costas y montañas, posiblemente entre 37.000 y 85.000 años atrás. De aquí que parte del ADN neandertal sea similar al ADN de personas de origen europeo y asiático. Semejanzas que no se ven en cuanto al ADN africano. Un nuevo refuerzo a la idea de que los primeros humanos evolucionaron en África y se expandieron más tarde por Asia y Europa, donde se hallaban neandertales y denisovanos. Hoy en día, se sabe que muchos de nosotros tenemos en nuestro ADN una pequeña fracción del de nuestros ancestros neandertales y denisovanos.

La consciencia

Para la misteriosa aparición de la consciencia también se han desarrollado teorías evolutivas mucho más verosímiles que la simple creación divina. Se ha observado, por ejemplo, cómo los chimpancés llevan a cabo comportamientos que dan cuenta de que poseen un cierto grado de conciencia: cooperar hacia objetivos comunes, compartir comida, adoptar huérfanos, el duelo y reconocerse a sí mismos en un espejo son algunos de ellos. Normal que muchos académicos sostengan que en este escenario se encuentran los orígenes evolutivos de la conciencia humana, que habría tenido lugar debido a nuestra naturaleza social, derivada, como vimos antes, de circunstancias en las que, para sobrevivir, nos vimos forzados a formar grupos con otros seres humanos.

Cierta corriente de pensamiento dentro de la biología evolutiva establece que la capacidad para el debate moral en sí tiene una función social. Asimismo, gran parte de nuestras reglas morales, como esa de que no está bien traicionar a nuestros amigos o abandonar a nuestros hijos, habrían sido moldeadas por la selección natural para optimizar nuestra capacidad de vivir en grupos. Lo mismo con otras reglas tal vez un poco más tácitas; como la reciprocidad, que nos lleva a sentir de un modo bastante intenso e innato que si alguien nos da un regalo, deberíamos hacer algo parecido con esa persona en un momento futuro.

El vínculo afectivo fundamental entre madres e hijos, que a lo largo del tiempo se extendería a parejas, parientes más lejanos y amigos, habría sido el estímulo inicial para el surgimiento de la conciencia, esencial para nuestra capacidad de mantener y beneficiarnos de tales apegos. De acuerdo con la filósofa canadiense Patricia Churchland: «el apego engendra afecto; cuidar genera conciencia». Así, la capacidad de formular y actuar siguiendo normas morales surgiría de la necesidad de hallar soluciones prácticas a problemas sociales. Luego, la conciencia se ve reforzada por estímulos sociales, de aquí que enfrentemos la desaprobación, por ejemplo, cuando mentimos, y la aprobación por una conducta cortés. La conciencia, según Churchland, implicaría entonces: «la internalización de los estándares comunitarios».

Regresando a los chimpancés, nuestros parientes primates vivos más cercanos, hay que decir que, como es de esperarse a partir del hecho de que nuestro ADN es igual al de ellos en un 98.8 por ciento, sus cerebros son sorprendentemente semejantes a los de nosotros; habiendo más variación entre dos estructuras distintas del cerebro humano, que entre las estructuras paralelas de una y otra especie. Claro que esa diferencia de ADN de 1.2 por ciento, por muy minúscula que se observe, parece haber marcado una enorme diferencia. Eso a pesar de que los chimpancés, como expusimos antes, posean incipientes características humanas, como por ejemplo: su sociabilidad y desenvolvimiento en comunidades complejas; su capacidad de usar herramientas y transmitir ese conocimiento a otras generaciones.

Entre tantas teorías para explicar por qué nuestro cerebro es muchísimo más refinado –lo que nos otorga un mayor nivel de memoria, comunicación, conciencia, transmisión y producción cultural–, se llega a plantear el descubrimiento de la cocción de alimentos como un factor influyente. El punto es que, así como los primates suelen tener, en relación con otras especies, una mayor cantidad de neuronas en su corteza cerebral, los seres humanos tienen, por lejos, la mayor cantidad de neuronas en un cerebro que es hasta 3 veces más grande que el de los chimpancés y 7 veces más grande que el de otros animales no primates. Ahora, teniendo en cuenta que nuestro cerebro usa más energía que cualquier otro órgano –más o menos el 20% de la ingesta calórica total–-, podríamos pensar que para llegar a ser lo que es hoy fue clave que nuestros antepasados aprendieran a cocinar. Y es que esta habilidad habría facilitado la digestión de los alimentos, lo que implica una disminución de energía en descomponer lo que se come y, por tanto, una mayor obtención de energía; lo que con seguridad permitió que los seres humanos comenzaran a extraer muchas más calorías de las que las otras especies eran capaces.

El cambio climático quizá pudo haber constituido otro factor. Científicos han notado que, entre 800.000 y 200.000 años atrás hubo un período de intenso flujo climático en el planeta, coincidente con el período de aumento dramático en el tamaño del cerebro de nuestros antepasados. Se piensa que estos cerebros de mayor tamaño trajeron consigo una ventaja que permitió a los seres humanos adaptarse de mejor manera y sobrevivir escenarios cambiantes. Lo mismo para todos los problemas repentinos que se pudieron presentar a medida que se movían por África, Europa y Asia.

Alineado al antes referido impulso a partir de necesidades sociales, también está, por supuesto, la hipótesis de que el desarrollo de un gran cerebro –que va de la mano con la inteligencia– se debió a la importancia de mantener relaciones con nuestra comunidad y funcionar con éxito dentro de ella. Esto resulta convincente porque puede ayudar a explicar cómo otros animales llegaron a alcanzar cierto nivel de inteligencia a lo largo de linajes muy diferentes. Los cetáceos, por ejemplo, son criaturas en extremo inteligentes, capaces de jugar con otras especies, usar herramientas, enseñarse nuevos comportamientos e incluso chismear. Claro que sus cerebros son bastante distintos al nuestro, lo que se comprende debido al entorno distinto el que se desarrollaron. El hecho de que cetáceos y humanos seamos especies que adquieren la mayor parte de su aprendizaje socialmente, es a su vez un indicativo de que el Homo Sapiens no es más que el resultado de su entorno terrestre; siendo lo que es hoy gracias a una mezcla de presiones y adaptaciones que se fueron optimizando de forma inconsciente hasta abrir paso a un cerebro mejor.

En la década de 1970, se pensaba que la cognición moderna de los seres humanos había surgido en Europa hace más o menos 40.000 años, tiempo al que pertenecían el arte rupestre, las joyas y las figurillas esculpidas más antiguas de las que se tenía registro. Los arqueólogos razonaban que el arte era una señal bastante fuerte de que los humanos eran capaces de emplear símbolos para representarse a sí mismos y al mundo que les rodea; de aquí que fuera probable que también utilizaran el lenguaje. Ahora, dado que los primeros fósiles de humanos modernos tienen su origen en África y datan de hace 200.000 años –es decir, 150.000 años antes de que el Homo Sapiens dibujara bisontes y caballos en paredes de cueva–, se creyó que hace 40.000 años ocurrió una mutación genética que provocó una revolución abrupta en el modo en que los humanos se comportaban y pensaban.

Más tarde, sin embargo, los arqueólogos que trabajaban en África echaron por tierra la idea de que existía un desfase entre la evolución del cuerpo humano y la aparición del pensamiento, al hallar en regiones fuera de Europa evidencia de comportamiento simbólico mucho más antigua que la que se tenía. De este modo, artefactos encontrados en Sudáfrica durante la última década –como pigmentos hechos de ocre rojo, cuentas de conchas perforadas y conchas de avestruz grabadas con diseños geométricos–, hicieron retroceder el origen del pensamiento simbólico a más de 70.000 años atrás, en algunos casos incluso hasta 164.000 años. A partir de aquí no pocos antropólogos estuvieron de acuerdo con que la cognición moderna surgió al mismo tiempo que el Homo Sapiens. La habilidad de pensar, por otro lado, pudo haber abierto el camino a la capacidad de desarrollar el lenguaje y de formar redes sociales y comerciales de gran extensión; inexistente en otros homínidos.

Comportamiento simbólico.[6]

Asimismo, es posible que el pensamiento simbólico no pueda explicar por sí solo todos los cambios en la mente humana; según algunos expertos, el último paso crítico hacia la cognición moderna sería más bien la memoria de trabajo, que permite que el cerebro recupere, procese y retenga fragmentos de información al mismo tiempo para completar una tarea; y que es necesaria para la resolución de problemas, la elaboración de estrategias, la innovación y la planificación. Claro que encontrar evidencia de ella es algo sumamente difícil debido a que los humanos no la usan tanto, ni siquiera en la actualidad; si bien hay herramientas compuestas de piezas separadas –como una lanza con un mango o un arco y una flecha–, que datan de su existencia hace más de 70.000 años atrás. Tal vez en este sentido el ejemplo más convincente sean las trampas para animales, que dan cuenta de estrategia y resolución de problemas a partir de determinada información.

Es posible que la cognición moderna sea el producto de un largo proceso de evolución después de la aparición del Homo Sapiens. Esto es lo que muestra el registro arqueológico: un patrón de acumulación gradual de comportamientos nuevos y más sofisticados. Así, la fabricación de herramientas complejas, el traslado hacia nuevos entornos, el comercio a larga distancia y el uso de adornos personales fueron apareciendo a medida que el pensamiento se dirigía hacia su estado actual. Claro que también cabe la posibilidad de que esta aparente acumulación lenta y constante no sea más que una consecuencia de la desaparición, sin dejar rastros, de evidencias de comportamiento moderno. Quizá los estilos de vida complejos no eran necesarios al principio de la historia del Homo Sapiens, incluso si éste era capaz de tener un pensamiento sofisticado. Algunos arqueólogos sugieren que ciertos desarrollos podrían haber surgido a partir de la necesidad de hallar recursos adicionales en tanto las poblaciones se expandían.

Otros, en lugar de una progresión lenta en la acumulación de conocimiento, observan que la evolución hacia el comportamiento moderno sucedió a trompicones. De acuerdo con Francesco d’Errico, arqueólogo de la Universidad de Burdeos, Francia, ciertos avances aparecen temprano en el registro arqueológico solo para desaparecer a lo largo de decenas de miles de años y más tarde, por la razón que sea, manifestarse una vez más e incorporarse de forma permanente al repertorio humano hace unos 40.000 años. Las razones detrás de esto, según d’Errico, fueron probablemente cambios climáticos, variabilidad ambiental y el tamaño de la población. El arqueólogo indica que varias tecnologías de herramientas y aspectos de la expresión simbólica, como pigmentos y artefactos grabados, parecen desaparecer hace más o menos 70.000 años atrás; un momento que podría coincidir con una ola de frío global que hizo que África se volviera más seca. Las poblaciones simplemente se habrían reducido y fragmentado en reacción al cambio climático, haciendo que las innovaciones se perdieran en lo que sería una versión prehistórica de la Edad Media.

La perfección del cuerpo humano

El punto de toda esta reseña es que, donde quiera que se mire, resulta claro que como seres humanos hemos tenido que transitar por un muy largo camino para ser lo que hoy somos; para alcanzar la compleja anatomía y la habilidad única de pensar y razonar que hoy nos caracteriza. En consecuencia, la idea de que, dada nuestra complejidad, fuimos creados por un ser omnipotente, pierde todo sentido de cara al conocimiento biológico, arqueológico, histórico y genético contemporáneo.

Un hecho consustancial con el de la evolución del ser humano es que, contrario a lo que alegan los creyentes en pro del diseño divino, nuestro cuerpo no es perfecto. La evolución, a decir verdad, implica que la «perfección» no existe en la naturaleza, además de una lucha constante de los seres vivos para adaptarse, lo que a su vez se refiere a compensaciones, compromisos y soluciones descuidadas para desafíos difíciles. Es un error pensar, entonces, que los seres vivos están «perfectamente construidos» o perfectamente adaptados.

Más todavía, es probable que los seres humanos incluso alberguen más deficiencias genéticas y anatómicas que la mayoría de los demás animales. No en función de ciertas limitaciones, que de una u otra manera siempre estarán presentes, sino por el hecho de que durante los últimos 10 millones de años nuestros antepasados han ido pasando de forma gradual a modos de adaptación culturales, en vez de biológicos. Gracias al enorme cerebro que poseemos y a nuestras intrincadas relaciones sociales, hemos estado resolviendo desafíos que en otra época habrían sido resueltos por nuestros cuerpos, a partir de la selección natural. Así, cuando los antepasados humanos migraron de un clima a otro, en lugar de que las mutaciones y la selección empujaran sus cuerpos a adaptarse a las nuevas condiciones, como en el caso de cualquier otro animal, ellos construyeron refugio y empezaron a vestir ropa. Tal forma de adaptación produjo un inconveniente a largo plazo, y es que, con las presiones de supervivencia fuera de nuestros cuerpos, éstos comenzaron a acumular fallas a un ritmo mayor, que no se detiene debido a nuestra tendencia a utilizar nuestro cerebro y nuestras relaciones para tratar con tales fallas.

La corrección de estas fallas no es tan sencilla como pudiera pensarse dado que nuestros cuerpos evolucionaron alrededor de ellas, luego, con todo tan interconectado, un mínimo cambio podría dar paso a consecuencias no deseadas. No obstante, aún es posible pensar en alternativas, o ajustes, para nuestra anatomía, que habrían sido para nosotros de enorme utilidad. Uno de ellos, por ejemplo, son los senos nasales. Mejor sería no tenerlos o que fueran muy pequeños, debido a que no los necesitamos y todo lo que hacen es crear un entorno para que los virus y las bacterias invadan e infecten nuestro sistema respiratorio, una situación particularmente nociva ahora que estamos viviendo una pandemia que se extiende cada vez más. Un segundo defecto es la forma en la que nuestro cuerpo absorbe la vitamina B12. Y es que hay bacterias en nuestro intestino grueso que producen esta vitamina, pero por alguna razón no podemos absorberla allí, sino solo en nuestro intestino delgado, lo que hace que sea necesario que la obtengamos a través de lo que comemos. Si fuera posible absorber la vitamina B12 en nuestro intestino grueso, sería bastante más sencillo ser vegano.

Fallas en el diseño del cuerpo humano.[7]

Tal como con la vitamina B12, también podríamos haber tenido la capacidad para biosintetizar la vitamina C, que es crucial como antioxidante y para la síntesis del colágeno, y cuya escases nos lleva a experimentar una respuesta inmune debilitada; o en casos más extremos, el escorbuto. Por otro lado, debido al hecho de que no somos capaces de generar todas las vitaminas que necesitamos, tenemos en nuestro intestino una gran cantidad de bacterias para ayudarnos a producirlas, pero que, cuando son interrumpidas en su proceso, pueden convertirse en una verdadera molestia y provocarnos padecimientos como la peritonitis. 

La función dual de nuestra faringe, a partir de la cual se han producido innumerables muertes a lo largo de la historia de la humanidad, también puede verse, en consecuencia, como un grave defecto, ya que nos obliga a utilizar la misma estructura anatómica tanto para la ingestión de alimentos como para la respiración. Así, cuando se obstruye, el flujo de aire se bloquea y la probabilidad de sufrir asfixia y, por lo tanto, la muerte, se hace evidente.

En nuestros genitales también se encuentran algunos problemas. El primero: la cercanía que tienen con nuestro recto, que, combinada con nuestras uretras cortas, en especial en las mujeres, conduce a frecuentes infecciones del tracto urinario y de la vejiga. Otro es el hecho de que estamos obligados a llevar a cabo con ellos múltiples funciones, lo que aunque pudiera verse como conversación en el diseño, crea problemas sanitarios. Así, en el caso de las mujeres, las relaciones sexuales empujan a las bacterias hacia la uretra, lo que genera infecciones urinarias; y tanto hombres como mujeres pueden contraer infecciones a partir de dos bacterias de transmisión sexual: clamidia y microplasma. Esto sin mencionar que, de nuevo volviendo a las mujeres, los genitales constituyen la parte del cuerpo por donde, además del sexo y la micción, salen los bebés recién nacidos.

Esto último podría constituir un tercer defecto de diseño en sí mismo, debido a que el canal de parto en las mujeres humanas parece ser irrazonablemente estrecho, lo que aumenta de forma significativa los riesgos tanto para la madre como para el niño durante el parto; por no hablar de los trabajos de parto y de los niveles extremos de incomodidad. La muerte durante el alumbramiento, a decir verdad, solía ser la principal causa de muerte de las mujeres durante sus años reproductivos; situación a la que nuestra cabeza grande y bulbosa si dudas contribuye, y que es consecuencia de nuestro rápido salto evolutivo de cuadrúpedos a bípedos, que da como resultado una pelvis más angosta.

La transición de cuadrúpedos a bípedos también dio paso a una espalda inferior sobrecargada; y es que nuestra columna vertebral, que había evolucionado para ser rígida y permitirnos trepar y movernos por los árboles, se hizo vertical cuando nos paramos y empezó a cargar con el peso de nuestra cabeza. Luego, para no obstruir el canal de parto y equilibrar el torso sobre nuestros pies, se curvó hacia dentro, creando el hueco que tenemos en nuestra espalda –de aquí que las columnas tengan forma de S–. El problema es que toda esa curvatura, con el peso de la cabeza y las cosas que cargamos, crea una presión que genera problemas de espalda, en especial para jugadores de fútbol, gimnastas y nadadores. Tan solo en Estados Unidos, 700.000 personas sufren fracturas vertebrales cada año; a su vez, los problemas de espalda son la sexta enfermedad humana más importante del mundo. Y así como los dolores de espalda, el de las rodillas también es una secuela de la transición a especies  bípedas, debido a que a partir de ello todo nuestro peso descansó solo en nuestras dos extremidades inferiores. Las caderas adoloridas o artríticas también pueden agregarse a esta lista.

Si hubiésemos sido diseñados y creados por un ingeniero omnipotente, nuestro pie habría sido sin dudas una innecesaria complicación. La verdad es que la gran cantidad de huesos que éste posee se debe, primero, a que nuestros antepasados simios requerían de pies flexibles para agarrar las ramas. Segundo, a que, dada nuestra salida de los árboles e inicio en el desplazamiento sobre dos extremidades, el pie tuvo que volverse más estable, por lo que, para que el dedo gordo se alineara con los otros y desarrolláramos un arco que cumpliera con la función de amortiguador, fueron apareciendo en él más y más huesos que lo hicieron más rígido. A pesar de eso, éste todavía tiene mucho espacio para girar hacia dentro y hacia afuera, lo que hace que nuestros arcos colapsen y tengamos que lidiar con esguinces de tobillo, fascitis plantar, tendinitis de Aquiles, calambres en las piernas y tobillos rotos. Problemas que ocurrían desde hace un par de millones de años. Si hubiésemos sido diseñados, nuestro arquitecto habría hecho un mejor trabajo para nuestra postura erguida dándonos el pie y el tobillo de un avestruz, cuyos huesos del tobillo están fusionados en una sola estructura con la parte inferior de la pierna, y que tiene solo dos dedos en el pie que le ayudan a correr. Claro que esto no es así probablemente porque la locomoción del avestruz se remonta a hace 230 millones de años, hasta la era de los dinosaurios, en tanto que los seres humanos empezaron a caminar erguidos solo hace 5 millones de años.

Pie humano vs pie de avestruz.[8]

El diseño de nuestros ojos, asimismo, habría sido bastante mejor si no albergara el punto ciego que tiene debido a la interferencia de nuestro nervio óptico en el campo de la retina. El asunto es que la luz entra en el ojo humano a través de la pupila, para golpear a la retina en la parte posterior de la estructura. Las proteínas sensibles a la luz que cubren la retina a continuación transmiten lo que sienten al nervio óptico, encargado de llevar tal información al cerebro, donde se formará la imagen que vemos. El nervio óptico, por su parte, conectado directamente a la retina, dada su no tenencia de células sensibles a la luz, da lugar a una sección en el campo visual que no recibe ninguna clase de información desde el exterior. Algo parecido a lo que sucedería si en un televisor el cable de alimentación eléctrica se conectara directamente a la pantalla. Habrá una sección en esta última que, por estar conectada al cable de fuerza, no transmitirá imagen alguna. El punto es que, para hacer frente a esto, hemos tenido que desarrollar elaborados y costosos mecanismos de corrección de la percepción. Normalmente el otro ojo ve lo que sucede en este punto ciego de su compañero, pero si los dos puntos ciegos se superponen mientras se mira un objeto determinado, o si una persona solo mira a través de un ojo, el cerebro entonces debe rellenar el lugar a partir de la información circundante. Un diseñador inteligente probablemente habría optado por una solución más sencilla para este punto ciego y hecho que, tal como en los ojos de los cefalópodos, el nervio óptico se acercara a loa receptores por detrás.

Tampoco tiene mucho sentido que un diseñador sobrenatural nos haya dado a los humanos solo un juego de dientes para toda nuestra vida adulta, mismos que después de los 35 comienzan a fallar; quiero decir, ¿Por qué no pudo habernos otorgado la capacidad de mudarlos varias veces a lo largo de nuestra existencia, tal como habría hecho con cocodrilos y elefantes? No cabe duda de que esto hubiera sido mucho más beneficioso. Algo parecido podría decirse de nuestro irracional gusto por los alimentos salados, dulces y grasos, que se explica en realidad por la necesidad de éstos que tiene nuestro cuerpo, y por su poca abundancia en la naturaleza, lo que nos lleva a que, cuando nos topamos con alguno, nuestro cuerpo nos mande una señal del tipo: «Oye, come todo esto mientras puedas, dado que te va a costar conseguirlo después». Como si nuestro cuerpo no reconociera que ya en nuestro mundo existe una sobreabundancia de estos productos, cosa que conduce a todo tipo de problemas de salud.

Por último, ¿Cuál habría sido el propósito que tuvo «nuestro diseñador» para darnos una memoria que, desde cierto punto de vista, es francamente deficiente? Se sabe que nuestros recuerdos están lejos de ser un registro exacto de lo que observamos. Se pueden revisar, editar, eliminar, cambiar parcial o totalmente e incluso fabricar desde cero, todo sin que seamos conscientes de ello. Tal situación se hace comprensible solo cuando pensamos que nuestros recuerdos evolucionaron para ayudarnos a sobrevivir y prosperar, lo que da cuenta de su tendencia a capturar con mayor precisión cierta información mientras ignoran otra.

Como hemos estado mostrando hasta este punto, el cuerpo humano está lejos de ser el producto de un diseñador inteligente que todo lo puede, ya sea por el hecho de que en realidad es el fruto de un muy largo proceso evolutivo, o porque no es, en absoluto, perfecto. Prácticamente toda la evidencia científica sobre cada estructura de nuestro organismo apunta hacia esta dirección, lo que convierte al argumento ése de: «nuestra complejidad es prueba de un creador divino», en una completa falacia.

Bibliografía

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[1] Aldo Llanos Marín. ¿POR QUÉ CREER EN DIOS? – En clase con un ateo*0 (octubre, 2008). https://web.archive.org/web/20141227162407/http://www.tomasalvira.com/?p=72

[2] Ashley Taylor y Ker Than; Live Science. What is Darwin’s Theory of Evolution? (mayo, 2021). https://www.livescience.com/474-controversy-evolution-works.html

[3] Wikiwand. Evolución de los cetáceos. https://www.wikiwand.com/es/Evoluci%C3%B3n_de_los_cet%C3%A1ceos

[4] Organismal Biology. Eukaryotes and their Origins. https://organismalbio.biosci.gatech.edu/biodiversity/eukaryotes-and-their-origins/

[5] Steven Gimbel; The Great Courses Daily.  Mitochondrial Eve: The Mother of All Human Beings (noviembre, 2020). https://www.thegreatcoursesdaily.com/mitochondrial-eve-the-mother-of-all-human-beings/

[6] Bruce Bower; Science News. Engraved bones reveal that symbolism had ancient roots in East Asia (agosto, 2019). https://www.sciencenews.org/article/engraved-bones-reveal-symbolism-had-ancient-roots-east-asia

[7] Bright Side. 10 Mistakes in the Human Body’s Structure That Pose Many Problems for Us. https://brightside.me/wonder-people/10-mistakes-in-the-human-bodys-structure-that-pose-problems-for-us-494610/

[8] Tom Martinscroft. Evolution has left the human body as a botch job – the evidence is in our feet, backs, and childbirth. https://www.abroadintheyard.com/evolution-has-left-human-body-as-botch-job/