Consolidación
A través de un proceso de ensayo y error, Augusto encontró la manera de adaptar los tradicionales procedimientos constitucionales romanos a nuevas circunstancias; sin preocuparse nunca de que, haciendo eso, cambiaría enteramente su significado. Era una solución pragmática al problema del gobierno de un solo hombre, y, a decir verdad, era algo muy romano, pues esta gente, como todo el mundo, a veces se tambaleaba frente a una crisis, pero al final, siempre encontraba el modo de cambiar y adaptarse. Augusto encarnaba esta capacidad de su imperio. Como ya vimos, su autoridad de tribuno –bajo la que fueron cediendo las de los otros 9 tribunos existentes, que representaban los intereses de las personas ordinarias– y su mando militar supremo, fueron dados por el Senado, no tomados a la fuerza, lo que hacía que su gobierno fuera considerado legal.
Su posición en Roma, no obstante, no se debía únicamente a sus poderes legales; éstos más bien procedían de su autoridad, o lo que los romanos llamaban auctoritas, una mezcla de autoridad con prestigio, respeto y la habilidad de inspirar asombro. Augusto entendió bastante pronto que los regímenes exitosos no se limitan a aplastar a la oposición, sino que la persuaden, y así, les garantizaba a los senadores un grado de influencia y honor. Aunque claro que no permitiría que el Senado gozara del poder que tuvo alguna vez, con el que podía controlar la política exterior, las finanzas y la guerra. No, con Augusto el Senado sólo gobernaba provincias, y ni siquiera las de mayor importancia, con mayor concentración de tropas, las que, junto con Egipto, Augusto guardaba para sí. Pronto las autoridades locales ya no serían los senadores, sino los caballeros romanos, hombres casi tan ricos como los senadores, que se encontraban en todo el imperio y que tenían un mayor número que los anteriores. Augusto y sus sucesores harían uso de estos caballeros como oficiales militares y administradores.
Augusto jamás cometió el error de confundir el Imperio Romano con la ciudad de Roma. Tenía sólo un pie en la antigua aristocracia romana –tal y como sus oponentes le recordaron todo el tiempo– y, en cierto sentido, veía que su respaldo se hallaba en las élites de Italia, más que en las primeras familias de Roma. Incluso miró mucho más allá, pues luego de regresar de la guerra civil del 28 a.C., pasó otra década fuera de Italia, en una serie de viajes políticos y militares alrededor del imperio, más tiempo que cualquier otro emperador, hasta Adriano. Como su padre adoptivo, Augusto trasladó el poder desde la ciudad de Roma hacia las provincias; sentando las bases de lo que, bajo sus sucesores, sería una clase dominante internacional. Una especie de globalización.
Desde Britania hasta Iraq, los «ciudadanos» del Imperio Romano, una pequeña, rica, educada y privilegiada élite, compartían una cultura común; tenían una educación similar, mantenían valores comunes y poseían más o menos las mismas ambiciones. Vestían la misma ropa, citaban los mismos libros, mostraban parecidas habilidades retóricas, se jactaban de los mismos modales, y deseaban carreras similares. Los grandes perdedores en este nuevo orden de cosas, por otra parte, fueron los habitantes de Roma: la antigua nobleza, que tuvo que renunciar a su monopolio del poder político, y los plebeyos ordinarios, que perdieron el derecho de decidir quien sería su futuro gobernante. El sistema político propio de la república, desordenado, animado, parroquial, irritable, a veces violento, pero, por sobre todo, libre, ya no tendría cabida. Fue reemplazo por el orden, internacionalización y control; por un emperador y sus colaboradores. La sociedad imperial sería dividida ahora entre una pequeña clase gobernante y la masa de gente ordinaria.

Véase que, aunque en la práctica, Augusto se convirtió en todo un monarca, jamás se llamó a sí mismo rey ni emperador, al menos no en Roma. Era demasiado cauteloso para eso, pues en teoría, no era más que un oficial público que ejercía el poder a petición del Senātus Populusque Rōmānus (El Senado y el Pueblo Romano, o SPQR). En cambio, prefirió siempre llamarse César, Augusto, comandante, Princeps, o Primer Ciudadano.
A diferencia de sus futuros sucesores, vivió en una casa en la Colina Palatina romana, en circunstancias relativamente modestas, en una propiedad que, por otro lado, incluía construcciones como un templo de Apolo. A partir de Augusto, el Palatino se convertiría en un sitio exclusivo para el emperador y sus cortesanos. Se dice que cuando bajaba de este lugar al Fórum, para asistir a las reuniones del Senado, se aseguraba de saludar a cada miembro por su nombre, sin necesidad de utilizar alguna lista; tampoco permitía que éstos se levantaran de su asiento en su presencia, ni que lo llamaran «Lord»; y es que Augusto generó los cambios que quería no mediante el lenguaje de revolución, si no de reforma y renovación. En el 27 a.C., proclamó «La transferencia del Estado a la libre disposición del Senado y del pueblo». Usó siempre un lenguaje que sugería que él había restaurado la República, pero que también podía significar que había restaurado el gobierno constitucional, o renovado la República; no así que había restaurado el sistema que tuvo lugar antes y con Julio César.
Una ciudad de Mármol
Augusto, además de hacer que las personas de Roma dejaran de ser actores políticos combativos y se convirtieran en mimados espectadores, transformó la ciudad de un escenario de luchas mezquinas, a una espectacular capital imperial. Al final de los años 30 a.C., antes de que cumpliera 35 años, comenzó a construir su mausoleo; una grandiosa y dinástica tumba para él y su extensa familia, que sería el edificio más grande de la ciudad, y consistiría en una colina artificial asentada sobre una base de mármol blanco, cubierta de árboles y coronada por una estatua de bronce de él mismo. El exterior adornado con botines de batallas, lo que lo convierte, además de tumba, en un recuerdo de guerra y un trofeo.

Además de dedicar un templo al deificado Julio César, localizado en el borde del Fórum romano, también construyó un nuevo Fórum, el Fórum de Augusto, que contenía un Templo de Marte el Vengador (dios de la guerra) y una galería de estatuas de romanos famosos. Asimismo, erigió un arco de la victoria, un reloj de sol, y un nuevo e impresionante altar de paz. Los miembros de su familia construyeron o renovaron templos, acueductos, teatros, parques y balnearios. En su lecho de muerte, diría: «yo encontré una Roma de ladrillos, y les dejé una de mármol», frase que, aunque una metáfora para la fortaleza alcanzada del Imperio, fue literalmente verdadera en gran parte de la ciudad.
Fue con Augusto que los poetas e historiadores romanos difundieron la idea de Roma como la «Ciudad Eterna», término que sobrevive incluso hoy. El Princeps también prestó especial atención a la gente pobre de la ciudad, quienes, en el pasado, fueron la fuente de revueltas y revoluciones. Hizo que la distribución de grano para ellos fuera más eficiente e instituyó programas públicos. Para mantener el orden en las calles, creó la primera fuerza policial y estacionó su propia guardia personal en los límites de la ciudad.
También hizo de la celebración un asunto primordial de su régimen, bajo el principio de que si la gente se comportaba como si fuera feliz, entonces lo sería. Superó a todos los líderes romanos anteriores en la organización de mejores, más grandes y más frecuentes juegos y espectáculos. Se aseguraba de que la gente supiera que adoraba los buenos shows.
En cuanto a la religión, la utilizó para vender una buena imagen de su régimen; no le bastaba con conquistar cuerpos, quería también las almas. Y así, trajo de nuevo la sagrada monarquía a Roma, tomando prestadas las ideas básicas de los grandes reinos griegos, a los que astutamente les colocó un acento romano. Fundó el culto al emperador, como hijo de un dios; actividad que se practicaba de un modo más explícito entre griegos, germanos y galos, no así entre los romanos, debido a la incomodidad que constituiría para sus ideas republicanas. Construyó una colosal estatua del Espíritu Guardián de Augusto, en su nuevo Fórum, que se parecía bastante a él, sin ser él realmente.
En muchas ciudades de la parte occidental del Imperio surgieron organizaciones dedicadas a hablar sobre Augusto y honrarlo, cuyos miembros eran más que nada exesclavos, que mostraban cómo el mensaje del emperador trascendía las clases. Mientras tanto, los hombres que vieron sus carreras promovidas, sin importar su rango, bajo el régimen de Augusto, utilizaron temas artísticos y arquitectónicos relacionados con éste para adonar sus tumbas y lápidas.
Incluso los romanos llegaron a reconocer que había algo de divinidad en Augusto. Después de reorganizar la ciudad en 265 distritos, él pagó por santuarios al borde de caminos[3] en cada uno de ellos, y como resultado, comenzó a ser adorado junto a los dioses. La gente de Roma, como la del resto del imperio, empezó a servir vino como una ofrenda al emperador en cada banquete, público o privado.
Los sacerdotes romanos eran tanto padres como las cabezas de sus casas. Los responsables de que la familia mantuviera una relación adecuada con los dioses. Como Pontifex Maximus, el emperador jugaba el mismo rol para toda Roma. Augusto estableció el patrón: la religión sería la responsabilidad del emperador, y muchos monarcas posteriores lanzarían grandes reformas en este sentido. El reinado de Augusto es un momento clásico en la historia del mundo; una de las épocas más creativas y duraderas de la historia política de occidente, de las que salieron conceptos como emperador, príncipe y palacio. El término mismo de «edad augusta» se utiliza para referirse a un período de paz, prosperidad y florecimiento cultural, bajo un líder político ordenado e ilustrado. Poetas como Virgilio, Horacio y Oviedo, además de historiadores como Tito Livio, florecieron con Augusto, quien era un hombre educado que apreciaba la literatura.
Asunto familiar
Respecto al modo de llevar a cabo su gobierno, lo hacía como si de un asunto familiar se tratase. Mantenía el círculo cerrado y confiaba sólo en un grupo familiar de hombres y mujeres vinculados con él mediante matrimonio o sangre. Costumbre que no era nada extraña en Roma, pues durante toda la República, unas cuantas casas siempre habían dominado el escenario político. La diferencia es que ahora todo el poder estaba en las manos del clan Juliano, situación nada sencilla para una sola familia, y debido a lo cual Augusto se vio impulsado a aumentar el número de miembros de ésta, incluyendo tanto a hombres como mujeres. Entre ellos, uno de los primeros, Agripa, su más confiable comandante, y de quien Augusto incluso adoptaría los hijos que tuvo con Julia. Esto incrementaría el poder de Agripa, al punto de que sería considerado como su potencial heredero.
Las mujeres de la familia de Augusto también tenían un lugar preponderante; empezando, claramente, por Livia, quien se presentaba a sí misma coma la esposa y la madre ideal romana; una imagen de simplicidad y domesticidad, que se diferenciaba de los excesos de la República tardía. Pero eso no es todo, pues Livia tenía influencias extraordinarias, casi igualadas sólo por Octavia, la hermana del emperador. Augusto las hizo a ambas inviolables, como los tribunos del pueblo, las liberó de la tutela masculina y las honró con estatuas. Cada una controlaba una gran riqueza, poseía una casa enorme e incluso patrocinaba construcciones públicas. Con Augusto, las mujeres de la élite romana disfrutaron de una riqueza y un poder político que no habían tenido jamás.
Livia, asimismo, fue una de las consejeras más confiables de Augusto. Viajaba con él alrededor del imperio, en contraste con las previas prácticas de otros líderes romanos, que dejaban a sus esposas en casa mientras salían al exterior. En esta época, otras mujeres también comenzaron a salir con sus esposos a resolver asuntos fuera de casa, y algunas veces tomaban parte en sus decisiones. Con todo, téngase en cuenta que en aquella sociedad la misoginia seguía y seguiría siendo normal. Se dice que Livia incluso le traía a su esposo esclavas vírgenes para satisfacer sus deseos.
En el 2 a.C., el Senado y el pueblo votaron por un nuevo título para un Augusto ya de 60 años: el Padre de la Nación. Un gran honor, otorgado antes sólo a Julio César y, de manera informal, a Cicerón. Con esto la familia juliana terminaba de quedar en el centro del estado romano, aunque constituiría a su vez una amarga ironía, pues más tarde el mismo año, el princeps se vería obligado a enfrentar la traición de su hija, quien, queriendo divorciarse de Tiberio y casarse con Julo Antonio, uno de sus amantes e hijo sobreviviente de Marco Antonio con Fulvia, amenazaba con darle una victoria política al rival de Augusto más allá de la tumba.
La respuesta de Augusto fue implacable. Ya había exiliado a la mayoría de los enamorados de Julia, y a Julo lo condenó al suicido. En cuanto a Julia, decidió divorciarla de Tiberio sin siquiera consultar con éste, y la exilió en una pequeña y estéril isla de la costa italiana, a donde la acompañaría su madre Escribonia. Resultó claro que Julia era dispensable, incluso a pesar de haber tenido hijos que Augusto podía usar como herederos, mismos que morirían más tarde, casi al tiempo en que a Julia se le permitía volver al continente, pero sólo a una apartada ciudad del Sur de Italia.
La sucesión al trono
Para resolver el asunto de la sucesión, Augusto adoptó otros dos hijos. Uno fue Póstumo Agripa, un joven de 16 años, hijo de Agripa y Julia, que no había sido adoptado antes porque Augusto quería que el chico llevara el nombre de la familia de Agripa, antes de acercarlo a él y convertirlo en César. El otro personaje era Tiberio, el hijo de Livia con su anterior esposo, que retornaba a Roma de Rhodesia; un experimentado hombre de 45 años. Más tarde se vería que Póstumo, aunque poseía un cuerpo fuerte, tenía una mente débil, lo que provocó que Augusto, sumamente frío cuando se trataba de la supervivencia de su régimen, lo exiliara como a su madre y se quedara con Tiberio, que, pese a no tener vínculos sanguíneos con él, aparentaba ser mucho más capaz de continuar con la dinastía.

Cuando Julio César adoptó a Octavio años antes, marcó sin intención un precedente y sentaría las bases del éxito futuro del imperio. Los romanos eran relativamente relajados respecto a la adopción, cosa que hacían con frecuencia para continuar con el nombre familiar. Dado que el emperador era libre de adoptar un hijo en lugar de tener que pasar su poder a su hijo mayor, tenía la flexibilidad de elegir un sucesor, en base al talento y otras cualidades.
Para el momento en que envió a Póstumo al exilio, Augusto tenía 66 años, y comenzaba a realizar planes serios para la sucesión imperial. Luego de adoptar a Tiberio, le compartió parte de sus poderes legales, y luego lo usó como alguna vez había usado a Agripa, como el comandante de su ejército. Augusto lo enviaría más tarde a resguardar las violentas fronteras de Europa Central y los Balcanes, donde Tiberio pasó la mayoría del tiempo entre los años 6 y 12, en una serie de duras guerras y revueltas.
Quizás habría sido más seguro mantener al sucesor del gobernante en Roma, pero Augusto no pudo prescindir de él; Tiberio era un experimentado general y el único hombre que tenía su confianza. Cuando Tiberio finalmente retornó a Roma, en el año 12, celebró sus triunfos y ganó el poder para gobernar las provincias junto con Augusto; alcanzando ahora el mismo estatus que el del Princeps.
Fallecimiento
En estos años, Augusto hizo su testamento y dejó instrucciones para su funeral, así como un detallado registro de sus logros, para que fueran inscritos en columnas de bronces y situados frente a su mausoleo. El testamento original se perdió hace muchísimo tiempo, pero copias en latín y griego fueron distribuidas en todo el imperio, y una versión completa sobrevive hoy en día en Ankara, Turquía.
Como Julio César antes que él, Augusto sería deificado después de su muerte, como bien lo muestra el texto de Ankara, titulado: «Las hazañas del deificado Augusto»; en el que las victorias de este personaje son un tema clave, pues afirma que apagó las llamas de la guerra civil, liberó el mar de piratas y trajo paz a las provincias; además de mostrarse como un individuo misericordioso que perdonó a todo aquel que le solicitó un indulto.
El documento, por supuesto, deja muchas cosas afuera, como los asesinatos, las traiciones, la deshonestidad, la crueldad y los excesos de la corte imperial. Augusto no menciona en ningún lado que él terminó con las instituciones libres de la República romana, y las reemplazó con el despotismo benevolente de los césares. Tampoco menciona a ninguna mujer, aunque sí a algunas diosas. Es evidente que la versión oficial de sus logros es un trabajo de propaganda que tuerce la verdad a conveniencia.
Augusto finalizó su carrera política fuera de Roma, justo como la había iniciado, en una misión para el imperio. Escoltaba a su heredero, Tiberio, a través de la Vía Apia[5] hacia el Adriático, que Tiberio planeaba cruzar para controlar la crisis más reciente en una zona de conflictos continuos. Como era común que hiciera, Augusto llevaba a Livia consigo.
En tanto combinaba el trabajo con el descanso en uno de sus lugares favoritos: la isla de Capri, se comenzó a sentir enfermo. Luego de regresar al continente y participar en una ceremonia en Nápoles, escoltó a Tiberio más al sur en un viaje de aproximadamente 4 días. Después volvió y se sintió tan enfermo que tuvo que detenerse en Nola, donde permaneció en una villa familiar. Un mensaje fue enviado a Tiberio para que regresara con urgencia, y en una versión del relato, éste alcanzó a tener con su padre adoptivo una última conferencia, antes de que el último falleciera. Cosa que ocurrió el 19 de agosto, a poco más de un mes antes de su cumpleaños número 77. Se dice que sus últimas palabras fueron: «Livia, vive consciente de nuestro matrimonio y despedida». El hombre que había terminado con las guerras de la República y creado el Imperio Romano, terminaba sus horas reconociendo lo mucho que le debía a su pareja. De sangre fría hasta el final, Augusto tal vez en verdad dijo adiós a su omnipotencia con gestos de humildad.
Bibliografía
Adrian Goldsworthy. Augustus; First Emperor of Rome (2014).
Barry Strauss. Ten Caesars; Roman Emperors from Augustus to Constantine.
David Potter. The Emperors of Rome; The story of Imperial Rome from Julius Caesar to the last emperor (2013).
Michael Kerrigan. Dark History of the Roman Emperors (2012).
[1] Christos Nüssli; An Online Encyclopedia of Roman Rulers and their Families. Maps of the Roman Empire. http://www.roman-emperors.org/Index.htm
[2] Wikipedia. Mausoleum of Augustus, Rome. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Mausoleum_of_Augustus,_Rome.jpg
[3] Imagen religiosa, generalmente en algún tipo de pequeño refugio, colocada junto a una carretera o camino, a veces en un asentamiento o en una encrucijada, pero a menudo en el medio de un tramo vacío de un camino rural, o en la parte superior de una calle, una colina o una montaña.
[4] Wikipedia. Tiberius NyCarlsberg01. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Tiberius_NyCarlsberg01.jpg
[5] Una de las más importantes calzadas de la antigua Roma, que unía Roma con Brindisi, el más importante puerto comercial con el Mediterráneo oriental y Oriente Medio.