Como señalamos en el artículo de: La insignificancia de Jesucristo y el cristianismo primitivo, el cristianismo no fue un movimiento religioso importante luego de la muerte de su supuesto fundador. Aún en el año 150, más de un siglo después de haberse iniciado, la cantidad de partidarios que tenía no llegaba a los cien mil –de acuerdo con los números del sociólogo Rodney Stark–, y no sería sino hasta principios de la segunda década del siglo IV, contando ya con más de 5 millones de seguidores, cuando tomara una indiscutible relevancia social.

En los años 312 y 313, con la conversión al cristianismo del emperador de Roma occidental y la realización del edicto de Milán[1], esta religión recibiría el empuje necesario para alcanzar la fuerte estructura institucional que, consecuentemente, le permitiría hacer crecer su poder sobre la sociedad y expandirse de forma vertiginosa; por supuesto hasta convertirse en el coloso que es hoy. A partir de estos hechos y sus causas será relativamente sencillo entender cómo y por qué el cristianismo prevaleció y se hizo tan fuerte a lo largo del tiempo. Ahora bien, el cómo pudo sobrevivir desde la muerte de Jesús de Nazaret hasta la subida al trono de Constantino I es otra historia, una que nos llevará a comprender que no tiene demasiado sentido pensar que el profeta de Galilea es el verdadero iniciador del movimiento del que es figura principal, y que, por tanto, hubo hombres mucho más importantes que él para la religión, que por su labor bien podrían considerarse como los auténticos precursores del cristianismo; sin quienes este credo no hubiese subsistido jamás.

El hecho de que Jesucristo no se encuentre entre los principales responsables de la expansión del cristianismo en sus primeros siglos, vendría a ser una prueba más de que la historia no concuerda con lo que esta religión, en cualquiera de sus ramas, ha tratado de hacer creer a sus seguidores sobre el supuesto hijo de María desde hace muchísimo tiempo; y de que, por tanto, ni este hombre ni la inmensa filosofía que lo respalda fueron alguna vez lo que la gran mayoría de cristianos tienden a pensar que han sido siempre. Claro que, en la eterna adecuación de la realidad a sus creencias, característica de hombres y mujeres religiosos, habrá quienes afirmen que la percepción de divinidad o grandiosidad de Jesús no se ve menguada por el hecho de que la supervivencia y el crecimiento del cristianismo primitivo se deban a otros actores y no a él, en este caso se diría que su grandeza y deidad se hallan en la perfecta elección de los sujetos que se encargarían de propagar la religión de forma exitosa. Razonamiento que, por carecer de soporte, es un tanto difícil de refutar, pero que, no obstante, rebatiremos dando cuenta de su nula correspondencia con ciertos acontecimientos.

Los apóstoles

Luego de la muerte de Jesús hacia el año 30 d.C., el recién formado movimiento religioso entraría en lo que más tarde se conocería como: período apostólico, etapa de la historia del cristianismo que duraría hasta la muerte de Juan el apóstol[2], aproximadamente en el año 100 d.C., y denominada de esta manera precisamente porque fue el período en que vivieron los descendientes directos de Jesús: los doce apóstoles; quienes, a partir de las instrucciones recibidas del resucitado hijo de Dios durante la gran comisión[3], tuvieron el deber de propagar sus enseñanzas «a las gentes de todas las naciones»; como se indica en Mateo 28:18-20.

Habiendo sido estos doce hombres escogidos por el mismo Jesús, sería sencillo pensar que entre ellos seguramente se encuentran quienes, hasta el final del siglo I, se ocuparon con éxito de mantener y esparcir las ideas y filosofía del presunto hijo de Dios. Sin embargo, esto deja de ser un razonamiento admisible al considerar que dichos apóstoles no aceptaban que quienes no cumplían con la ley mosaica[4] se unieran a la nueva religión sino presumiblemente hasta el año 50 d.C., durante el concilio de Jerusalén[5], y aun así es posible que con ciertas reservas –véase la propuesta de Jacobo el justo hacia los cristianos no judíos en Hechos 15:23-29, donde, pese a seguir lo dicho por Pedro en Hechos 15:7-11, les indica que deben cumplir con normas típicas judías, como las contenidas en Levítico 11–.

De modo que los discípulos directos de Jesucristo eran judeocristianos, y, cumpliendo más bien con lo expuesto en Mateo 10:5-15, llevaban la buena nueva[6] más que nada a los habitantes de Judea, a los judíos de la diáspora[7], y a gentiles[8] dispuestos a someterse –al menos de forma parcial– a la observancia de la Torá[9]. Si a esto le sumamos su condición de peregrinos[10], que en cierto sentido les limitaba a la hora de recorrer los distintos territorios del extenso imperio, se comprende entonces su incapacidad de propagar su cristianismo judaizante de un modo determinante para el establecimiento sólido de la religión; lo que, a decir verdad, concuerda bastante bien con el hecho bien conocido por los historiadores de que el cristianismo durante el siglo I estuvo compuesto mayormente por judíos.

La asamblea de los 12 apóstoles.[11]

En resumen, es claro que la sola gestión de los doce escogidos jamás hubiera sido suficiente para convertir el cristianismo en una religión dominante –tal vez ni siquiera para mantenerla a flote–, y aquí es donde entra la figura de Pablo de Tarso, hombre al que el historiador Joseph Klausner definió como: «el verdadero fundador del cristianismo como nueva religión y como iglesia».

Pablo de Tarso

Para el grueso de los estudiosos de la historia del cristianismo, el papel de Pablo es decisivo en la propagación de éste a través del imperio romano, en especial porque el hombre nacido en Tarso[12] fue el más grande responsable de la ruptura entre el judaísmo y la nueva religión, al darle a esta última el carácter universalista bajo el que la difundiría entre comunidades y provincias no judías. No pocos textos bíblicos corroboran este análisis: Romanos 3:21-30, 1 Corintios 3, Gálatas 2:7-9, Gálatas 6:12, etc. De esta manera, el llamado apóstol de los gentiles es considerado, cuando menos, el más importante divulgador de la doctrina cristiana, una que por supuesto difiere de la de sus doce colegas judíos, una que él mismo se encargó de modificar, y profundizar, para que fuera predicada sin distinción de origen –Gálatas 3:28–, y que comunicó principalmente en sus 4 viajes misioneros – reconocidos por el libro de los Hechos de los apóstoles–, que lo llevaron a recorrer decenas de comunidades entre el Este y el Oeste del imperio de los augustos; desde Jerusalén hasta Corinto, pasando por Antioquía. Esta gran facilidad para desplazarse por la Roma del siglo I se entiende porque Pablo, habiendo nacido en Cilicia[13], era un ciudadano romano.

Pablo viene a ser entonces el primer verdadero precursor del cristianismo, y, a decir verdad, uno de los más significativos, cuya influencia, a mi parecer, es comparable con la de muy pocos en la historia de esta religión, y eso sin ahondar en el hecho de que los dogmas y creencias más preponderantes de ella probablemente fueron concebidos por él –la mayor parte del nuevo testamento fue escrito por el apóstol de las naciones–. En este punto se comprende por qué Nietzsche, Klausner, Marción de Sinope, Christian Baur y otros más le asignan un rol tan relevante, y por qué ciertas sectas judeocristianas, como la de los ebionitas[14], le consideran un apóstata.

Pablo escribiendo sus epístolas.[15]

Por otro lado, respecto al argumento del plan perfecto del creador del universo para la expansión de su filosofía, la curiosa historia de Pablo aporta ciertos datos que, desde determinada perspectiva, racional diría yo, lo contradicen. Para empezar, es muy probable que el hombre nacido en Tarso, de acuerdo con la epístola a los filipenses, fuera un fariseo, estricto cumplidor de la ley judía y hasta perseguidor de cristianos, obviamente antes de convertirse él en uno de ellos. Cabría preguntarse aquí por qué Jesús decidió elegir para la propagación exitosa de su palabra, a un hombre que pertenecía a una comunidad religiosa que, según el evangelio de Mateo, él mismo llegó a desdeñar duramente, sin excepción de ningún tipo e incluso diciendo que no entraría al reino de los cielos. No parece tener eso mucho sentido, más aun, considerando la participación de Pablo en actos tan contra-cristianos como la lapidación de Esteban[16], y teniendo en cuenta que nunca renegó de forma explícita de sus anteriores doctrinas. Sería más o menos como si el Alá de los musulmanes seleccionara para la expansión de su palabra a un judío, ¿Sería lógico eso para los hombres y mujeres mahometanos? Apuesto a que no, y el que haya sido de esta manera dentro del cristianismo del siglo I da cuenta de posibilidades nada menospreciables, como la de que Jesús en realidad pudo no haber criticado jamás a los fariseos, o al menos no públicamente, por lo que sus seguidores no despreciarían a éstos sino hasta que Mateo escribiera su evangelio entre los años 70 y 90 –véase la connotación negativa de la palabra «fariseo» hoy en día entre las comunidades cristinas de Latinoamérica– ; o, algo más simple, que la conversión de Pablo no estuvo de ningún modo contenida dentro de un plan celestial preconcebido.

Otros atentados a la idea de la predestinación del ingreso de Pablo al cristianismo se hallan en las condiciones que envuelven este episodio. En primer lugar, yo diría que es aventurado hablar de una «conversión» en el sentido de que Pablo abandonó sus anteriores creencias para adoptar unas nuevas como seguidor de Jesucristo, esto porque en el momento de esta supuesta conversión, el cristianismo era muy poco diferenciable del judaísmo; también porque Pablo, según la biblia, no llegó a exponer el abandono de sus creencias previas a la práctica de las doctrinas cristianas; más bien, y muy contrario a lo anterior, no son pocos los pasajes de la epístola a los romanos donde se muestra a favor de la fe judía. Así las cosas, me parece más razonable pensar que a partir de la supuesta visión de Jesús en su camino a Damasco –Hechos 9:1-9–, Pablo entendió que si formaba parte de la nueva religión se encontraría con una suerte de auténtico judaísmo.  

Por otro lado, la mayoría de los historiadores aceptan que el abrazo de Pablo a la nueva fe ocurriría entre los años 36 y 37, más de media década después de la muerte de Jesucristo, a quien de seguro nunca conoció, puesto que de otro modo hubiera expuesto el acontecimiento en alguno de los 13 libros del nuevo testamento que redactó. Ahora, esto es mera especulación, pero si la transformación de Pablo fuera estado prevista mucho antes de que ocurriera ¿No sería lógico que hubiera tenido lugar antes de la muerte de Jesús? O, cuando menos ¿No sería lógico que Jesús, conociendo la importancia futura del apóstol de los gentiles, se hubiera referido a él en algún momento durante su predicación entre los años 27 y 30 d.C.? En este orden de ideas ¿Qué es entonces lo que hace pensar que la unión del tan relevante San Pablo al cristianismo fue un designio de Dios?

El siglo I terminaría con un cristianismo primitivo establecido y comandado principalmente por la gestión y filosofía cristiana instaurada por el apóstol Pablo, sin dejar de lado por supuesto la influencia de todos los demás discípulos de cristo, en especial la de Pedro. Así, esta religión entraría al periodo preniceno[17] totalmente dispuesta a aceptar a todos los que quisieran formar parte de ella, y ya con un respaldo teológico –los libros que componen el nuevo testamento fueron escritos antes del año 100 d.C.– y una estructura institucional que le ayudarían a propagarse con rapidez y diferenciarse de cualquier otra religión.

Los padres apostólicos

En el siglo II, los obispos de las comunidades cristianas que ya se habían erigido desde los tiempos de los doce apóstoles en varias ciudades y provincias del imperio –entre las que destacan Roma, Armenia, Siria, La India, Grecia, y otras– empezaron a cobrar relevancia como líderes del cristianismo. Aquí, en un principio, las más relevantes figuras del movimiento serían los llamados padres apostólicos, hombres que, se piensa, conocieron de primera mano a los discípulos directos de Jesucristo. Ellos son, de acuerdo con las obras de Jean Baptiste Cotelier en 1672 y Andrés Gallandi en 1765, entre otros, Bernabé, Ignacio de Antioquía, Clemente de Roma, Papías de Hierápolis, Policarpo de Esmirna, y los autores de la Didaché; esta última una obra literaria que guarda las enseñanzas de los 12 apóstoles. Estos padres apostólicos, seguidores del cristianismo pagano, fundado por Pablo más que por cualquier otro, serían los responsables de transmitir el supuesto legado de Jesús de Nazaret a la creciente cristiandad, y, por tanto, de mantener y aun expandir la religión hasta, aproximadamente, el año 150. En cuanto a exposición de fe y de doctrina, sus obras le siguen a los libros del nuevo testamento.

Clemente de Roma.[18]

Apologistas

Inmediatamente después de los padres apostólicos, puede decirse que los nuevos máximos representantes, defensores y difusores del cristianismo hasta el edicto de Milán serían los denominados padres apologistas, entre los que resaltan nombres como: Lactancio, Justino Mártir, Novaciano, Tertuliano, Ireneo de Lyon, Luciano de Antioquía, Cipriano de Cartago, Minucio Félix y, el reconocido como uno de los tres pilares del cristianismo, Orígenes de Alejandría. Estos hombres se ocuparon de defender aquel cristianismo primitivo de los ataques de filósofos paganos y aun de la persecución del estado y la sociedad que a principios del siglo III ya arreciaba. Asimismo, también escribieron en contra de las críticas que recibía la fe cristiana por parte de algunos judíos, y para rechazar otras doctrinas que se autodenominaban cristianas, como el montanismo, el marcionismo, el arrianismo, el gnosticismo, etc. En el combate teológico contra estos últimos fue que se enfatizó y formalizó dentro del cristianismo «católico[19]» –término utilizado por primera vez por Ignacio de Antioquía en sus Carta a los esmirniotas– la doctrina de la sucesión apostólica. Las obras de estos influyentes apologistas también llegan a contener intentos de conversión a los lectores, en cambio, no incluyen un gran contenido doctrinal.

Entre los estudiosos de la biblia se dice que los padres apostólicos fueron capaces de mantener intactas las enseñanzas de los apóstoles y, en consecuencia, de Jesús; para confirmarlo, es común que se utilicen exposiciones como la del escritor cristiano de Jerusalén en el siglo II, Hegesipo: «cuando el sagrado coro de los Apóstoles hubo terminado su vida, y había pasado la generación de los que habían tenido la suerte de escuchar con sus propios oídos a la Sabiduría divina, entonces fue cuando empezó el ataque de errores impíos, por obra del extravío de los maestros de doctrinas extrañas». De aquí que las apologías en defensa o justificación de la fe cristiana tuvieran lugar en un periodo posterior.

Orígenes de Alejandría.[20]

Los siglos II y III constituyeron el período de tiempo en que la cristiandad sobrevivió y se expandió, diría yo que, por fuerza propia; es decir, gracias únicamente a la labor teológica, gestión y exégesis de sus principales figuras: padres apostólicos, apologistas y padres de la iglesia. Debido a sus obras fue que el cristianismo católico –probablemente el más similar al de las ideas de Juan, Pedro, Pablo y algunos otros– pudo mantenerse diferenciado de otras corrientes cristianas que emergieron después y, en consecuencia, dominar y perdurar por encima de ellas. Otros factores de no menor importancia que también contribuyeron a la permanencia de esta religión a lo largo de aquellas dos centurias fueron: 1) la organización eclesiástica que surgió ya en la etapa final del período apostólico, en la que las distintas comunidades cristianas del imperio romano reconocían y seguían a una autoridad religiosa jerarquizada en obispos, presbíteros y diáconos –tiempo después, por la expansión del cristianismo, los segundos ejercerían más responsabilidades y pasarían a ser llamados sacerdotes o curas–, y 2) los métodos de difusión que, respaldados por sus doctrinas, llevaban a cabo los líderes y seguidores cristianos. A decir verdad, gran cantidad de historiadores le dan a este último elemento un carácter determinante para el éxito expansionista del cristianismo y, por supuesto, su supervivencia.

El sociólogo Rodney Stark, por ejemplo, afirma que gracias a su mensaje de amor, misericordia, perdón y vida eterna; a la solidaridad brindada a pobres y enfermos –en especial durante las epidemias que azotaron al imperio, como la peste antonina[21]–; a la buena valoración de las mujeres; a la apertura social sin límites de clase ni raza; y, obviamente, a la persistente actitud y actividad misionera que incluía todos los aspectos anteriores, fue que la propagación del cristianismo resultó satisfactoria para sus representantes y partidarios. Otros autores además suman a esto: el uso de la koiné en la difusión de ideas, textos y enseñanzas –lengua griega popular que se hablaba en la mayor parte del imperio–; la gran comunicación y buenas relaciones entre griegos y romanos; y la dispersión de cristianos que huyeron de Jerusalén en el transcurso de las guerras judeo-romanas, que empezaron con Nerón y Tito en el 66 y terminaron con Adriano en el 135, y que posibilitaron que los cristianos emigrantes llegaran a otras ciudades donde se convertirían en portadores de la fe en Jesucristo.

El historiador Michael Scott, protagonista del documental El ascenso del cristianismo transmitido por National Geographic, también habla de la simpatía hacia esta religión surgida en algunos sectores paganos de la sociedad romana, a causa de los hombres y mujeres mártires que daban su vida en defensa de su fe, y de las historias, muchas veces exageradas, que apologistas e historiadores como Eusebio de Cesárea contaban sobre ellos. En este sentido, resultaría admirable para muchos romanos no-cristianos escuchar o ver que mártires, como Perpetua y su esclava Felicidad, decidieran morir defendiendo firmemente sus convicciones religiosas y negándose a abandonarlas incluso ante el ofrecimiento del perdón a cambio de rendir culto a dioses paganos. Como este popular relato, hay muchos otros que ponen en evidencia la asombrosa determinación por parte de cristianos de los siglos II y III, de morir en defensa de su fe, lo que se utilizaba –y utiliza todavía hoy– como una suerte de prueba de la autenticidad del dios cristiano. Aunque, nuevamente, y como lo señala Scott en su documental, es muy posible que, en su narrativa apologética, los escritores que se encargaban de contar las historias de los mártires añadieran a éstas exageraciones y otros elementos ficticios que sirvieran de publicidad para el cristianismo; como la supuesta sumisión e indiferencia de las bestias salvajes que habían sido soltadas en el coliseo de Cesárea[22] para devorar a Alejandro de Jerusalén[23], de acuerdo con la Historia eclesiástica del considerado padre de la historia de la iglesia católica.[24]

La última oración de los mártires cristianos.[25]

En todo lo dicho hasta este punto, se encuentra el resumen de por qué la iglesia cristiana entró al siglo IV con más de 5 millones de seguidores –poco más del 10% de la población del imperio romano–, lista para aprovechar la conversión del emperador en el 312 y el edicto de Milán en el 313, y continuar, ahora de forma más agresiva, su expansión y elevar su influencia sobre la sociedad. Estos dos acontecimientos, claramente externos y en cierto sentido sorpresivos para la cristiandad, provocan que el cristianismo se sumerja en una nueva etapa de su historia, y dan pie al análisis que nos permitirá apreciar en otro artículo que la propagación exponencial de esta religión no fue para nada milagrosa, ni se debió a la fuerza de su filosofía, ni mucho menos a la gestión de los hombres y mujeres que alguna vez la integraron. En esta segunda década del cuarto siglo el cristianismo se transformaría, se institucionalizaría y comenzaría su ascenso para convertirse en el fenómeno mundial que es hoy.

Volviendo al período preniceno, véase el papel tan decisivo que ejercieron los padres apostólicos y los apologistas para mantener a flote y difundir el cristianismo en el segundo y tercer siglo, y cómo tal cosa mengua la idea de que Jesucristo fue quien verdaderamente fundó y estableció esta religión, y, por tanto, la divinidad y grandiosidad que se le atribuye a este personaje. Dicho de un modo muchísimo más entendible: si sacáramos a Jesús de la historia del cristianismo, éste todavía tendría posibilidades de ser lo que es hoy, no así si nos deshiciéramos de Pablo, de los padres apostólicos y de los apologistas, en especial teniendo en cuenta que las doctrinas de estos últimos provenían más del apóstol de los gentiles que de los 12 discípulos directos de Jesús; que si bien hicieron su parte en la divulgación de la fe cristiana, no fueron tan preponderantes para la supervivencia de ésta como el fariseo nacido en Tarso. Esta consideración se hace más razonable si despojamos a los hechos de la historia de cualquier suceso sobrenatural como las visiones e inspiraciones divinas, que no pocos sacerdotes, pastores y fieles usan para hacer afirmaciones como la de que fue Dios quien escribió la biblia a través de los hombres.

Respecto a la afirmación del designio celestial para la expansión del cristianismo, en este caso, como en el de san Pablo, se opone a ella el hecho de que no hay en la literatura cristiana ningún tipo de indicación que la corrobore. Es decir, ni en las escrituras ni en ninguna otra parte existen profecías que hayan predicho acontecimientos importantes para el cristianismo durante los siglos II, III y IV, como: la persecución a cristianos por rehusarse a rendir culto al emperador, legalizada en el siglo III; la exclusión de evangelios considerados apócrifos por Ireneo de Lyon y otros; la apreciación del cristianismo por parte de muchos paganos como una religión despreciable donde se practicaban relaciones incestuosas, canibalismo, orgías y se realizaban otras actividades moralmente deplorables; la conversión de Constantino I; la celebración del concilio de Nicea; la promulgación del edicto de Tesalónica[26] por Teodosio, entre otros. A decir verdad, teniendo en cuenta el alegato de muchos fieles cristianos de que la biblia contiene profecías que incluso se están cumpliendo en la actualidad, resulta curioso, y hasta sorpresivo, observar que no tiene ninguna referida a las acciones de los emperadores Teodosio y Constantino, que determinaron en gran medida su prosperidad a nivel mundial, y eso sin considerar otros acontecimientos también de enorme relevancia, y no profetizados, que ocurrieron ya en la edad media. Con todo, no hay ningún fundamento para pensar que la propagación del cristianismo estuvo siempre preconcebida por la divinidad, independientemente de los actores que participaran en ella.


[1] Decreto hecho en Milán en el año 313 por el emperador de Roma Constantino I, con el que permitía la libertad de culto y ponía fin a la persecución religiosa, en especial la de los cristianos.

[2] No confundir con Juan el bautista. Juan el apóstol es 1 de los 12 elegidos por Jesús en Mateo 10:1-4

[3] Es el mandato de Jesús a los 12 apóstoles, luego de haber resucitado, para que difundan sus enseñanzas a todo el mundo. De acuerdo con Mateo 28:18-20

[4] La Torá judía.

[5] Concilio celebrado en Jerusalén donde los principales representantes del cristianismo discutieron sobre la observancia de la ley mosaica por parte de los gentiles que quisieran unirse a la fe en Cristo.

[6] Relato de la palabra y vida de Jesús. Sinónimo de Evangelio, según la traducción al griego de esta última.

[7] Judíos dispersos de lo que se considera su patria ancestral.

[8] Quienes adoran falsas divinidades según el cristianismo.

[9] Los 5 primeros libros del viejo testamento. La parte más importante de la biblia judía.

[10] En el imperio romano, los peregrinos eran los habitantes de ciudades conquistadas, quienes no contaban con el privilegio de desplazarse a donde quisieran, ni el derecho de no ser declarado culpable sin un juicio ante un tribunal, ni el de no someterse a las leyes de las ciudades donde se encontraba, entre otros.

[11] Wikipedia. Synaxis of the Twelve Apostles by Constantinople master (early 14th c., Pushkin museum). https://en.wikipedia.org/wiki/File:Synaxis_of_the_Twelve_Apostles_by_Constantinople_master_(early_14th_c.,_Pushkin_museum).jpg

[12] Pablo nació en Tarso, ciudad de Cilicia en el imperio romano.

[13] Zona costera meridional de Asia menor.

[14] Término utilizado en la patrística para designar a las sectas judeocristianas que, pese a seguir a Jesús, no creían en su naturaleza divina.

[15] Wikipedia. Probably Valentin de Boulogne – Saint Paul Writing His Epistles – Google Art Project. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Probably_Valentin_de_Boulogne_-_Saint_Paul_Writing_His_Epistles_-_Google_Art_Project.jpg

[16] Diácono del cristianismo apostólico muerto en el 34 d.C. acusado por sinagogas de blasfemar contra el judaísmo.

[17] Período transcurrido desde el año 100 d.C. hasta el año 325, cuando se celebró el primer concilio de Nicea.

[18] Wikipedia. Clemens Romanus. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Clemens_Romanus.jpg

[19] Según su traducción al griego, «católico» es sinónimo de: «universal»; así: iglesia «católica» se refiere a iglesia «universal».

[20] Wikipedia. Origen. https://en.wikipedia.org/wiki/File:Origen.jpg

[21] Pandemia de Viruela ocurrida en el imperio romano durante el principado de Marco Aurelio.

[22] Colonia romana en la región Siria-Fenicia, creada en honor a César Augusto.

[23] Mártir de la iglesia católica muerto durante las persecuciones de Decio en el año 251.

[24] Eusebio de Cesárea.

[25] Wikimedia Commons. Jean-Léon Gérôme – The Christian Martyrs’ Last Prayer – Walters 37113. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean-L%C3%A9on_G%C3%A9r%C3%B4me_-_The_Christian_Martyrs%27_Last_Prayer_-_Walters_37113.jpg

[26] Decreto promulgado por Teodosio I, mediante el cual el cristianismo pasa a ser la religión oficial del imperio romano.